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Antonio Iriarte, en su casa de Amara, desde donde viaja por el mundo con internet. «Me siento solo», admite. IÑIGO ROYO
La soledad en los mayores

«Vienen mucho a verme a casa, pero me siento solo»

Antonio Iriarte, Izar Errandonea y Josetxo Ibarguren, tres guipuzcoanos de 92, 66 y 82 años y que viven solos, narran su experiencia y cómo se sienten

Javier Guillenea

San Sebastián

Sábado, 7 de enero 2023

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Cerca de 34.000 mayores viven solos en Gipuzkoa, un 18% más que hace seis años. DV recoge el testimonio de tres guipuzcoanos. Antonio Iriarte tiene 92 años y desde hace algo más de 17 vive solo en su casa del barrio donostiarra de Amara. Recibe el apoyo de su sobrina y de una voluntaria de Cruz Roja; Izar Errandonea vive en Pasai Antxo, tiene 66 años y colabora con Adinkide. «Cuando eres joven no tienes conciencia de que todos vamos a envejecer. Eso es algo que tenemos que aprender», dice. El tercero es Josetxo Ibarguren, de 82 años y que vive en Pasai San Pedro, se sintió desprotegido en tierra cuando murió su mujer después de toda una vida en el mar. Recibe ayuda para hacer gestiones.

  1. Antonio Iriarte, 92 años

    «Mi mundo es cada vez más pequeño»

Antonio Iriarte, en la cocina de su casa, se sirve un vaso de agua. IÑIGO ROYO

Antonio Iriarte pasea a menudo por Argentina. Recorre lugares como Suipacha y recuerda los tiempos cada vez más lejanos en los que cruzó el océano por primera vez. Tenía 19 años y fue a la Pampa a trabajar como pastor. «Allí hice mi vida», afirma. Antonio nació en Amaiur y cuando habla utiliza expresiones como 'manejar' en lugar de 'conducir'. Después de pastorear diez años abrió un asador en la provincia de Buenos Aires al que llamó 'La parrillada'. Tenía 44 años cuando regresó y comenzó a trabajar en San Sebastián, en el bar Ziaboga. «Es curioso, pero conozco mucho más el mundo de Argentina que el de aquí», dice.

Por la noche enciende el ordenador y gracias a Google Maps recorre las sendas por las que transitó en su vida americana. Entra también en Facebook y conversa «con los parientes de allá, con los primos y con los hijos de los patrones». «Hace varios meses me vinieron a ver los hijos de unos amigos de allá. Los conocí de niños y ahora tienen 60 años», recuerda.

Es un universo, el del pasado, mucho más grande que el de ahora. «Es increíble, pero mi mundo cada vez es más pequeño», reconoce Antonio. Antes, «cuando manejaba», iba en coche a Navarra, a lugares como Dantxarinea, donde hizo sus apaños en el contrabando de sacarina, entre otras valijas, pero a sus 92 años ya no puede conducir vehículos y su paisaje ha quedado reducido al espectacular panorama que se ve desde su balcón en el barrio de Amara, donde se sienta por las tardes para ver atardecer, y a la cada vez más corta distancia que puede recorrer a pie. «Parece mentira, pero ahora mi límite es la Avenida de Madrid».

Mudanza

«Mi hermana me dice que vaya a vivir a su casa, pero no quiero. Aquí están todos mis recuerdos»

Antonio vive solo. Se casó a los 30 años y hace 16 enviudó. Su hijo, que sufría una discapacidad, falleció año y medio después. «Tenía 32 años cumplidos y murió de tristeza. Se me cayó el mundo encima», asegura su padre.

Tiene una sobrina que le visita casi todos los días y Begoña, una voluntaria de Cruz Roja, va todos los miércoles por la tarde a su casa para hacerle compañía y ha querido estar presente en la entrevista. «Salimos y tomamos un café por ahí. Me hace andar bastante». También hay otra voluntaria, Karmele, que me llama todas las semanas. Me hace ilusión». Y sin embargo, le falta algo. «No vivo solo, pero me siento solo», dice.

El bar de abajo

Hace años sufrió un accidente que le afectó al tobillo y le obliga a medicarse. «Me tienen a base de pastillas». También padece artritis y artrosis, las dos a la vez, y hace poco ha padecido una neumonía bilateral, pero en general la salud le trata bien. Tiene una hermana en Iparralde y le pide que se vaya a vivir con ella, pero él no quiere. A estas alturas de la vida es complicado cambiar de lugar de residencia. «Me llevan de vez en cuando pero no quiero ir a vivir allí. Aquí lo tengo todo, están todos mis recuerdos, ¿cómo voy a irme?».

Desapariciones

«Al principio íbamos a los jubilados, pero los amigos se han ido muriendo. Cada vez se van más»

En su pequeño mundo, en su paisaje menguante, Antonio aún se las apaña bien. Sabe cocinar bien y le hace la comida a otra sobrina que estudia en la universidad. Está la gran frontera, la de la Avenida de Madrid, pero también sus lugares conocidos y la tranquilidad que le ofrecen. «Aquí me siento seguro. Mi escape es el bar de abajo, el Ibaia, donde bajo a tomar un cortado». Los miércoles los paseos los da con Begoña, la voluntaria de Cruz Roja. «Lo que hago es escuchar. Vamos al café o a comprar y simplemente charlamos», explica.

«Al principio íbamos a los jubilados, pero los amigos se han ido muriendo. Cada vez se van más y eso me hace pensar que pronto iré yo», afirma Antonio. Él se siente atendido, aunque también reconoce que le hubiera gustado «tener una compañera». «Podía haber tenido una pareja, pero la dejé», añade. Le queda su mundo, el de antes y el de ahora. Tiene el bar de abajo, su familia, sus amigos lejanos y sus recuerdos. «A veces pienso en los paisajes de Amaiur cuando tenía quince años, en sus bosques», dice. Y quizá entonces camina por ellos.

  1. Izar Errandonea, 66 años

    «No estamos preparados para la soledad»

Izar Errandonea enciende un cigarro en la puerta de su casa ante la atenta mirada de Milú. LOBO ALTUNA

Antes que nada, Izar Errandonea pide a Alexa que ponga 'Cafetín de Buenos Aires'. Poco después, la voz de Roberto Goyeneche se esparce por la pequeña vivienda de Pasajes Antxo. Milú, la perra, escucha junto al sofá mientras Izar repite los primeros versos como si en ellos se ocultaran el mensaje que quiere transmitir. «De chiquilín terminaba de afuera/ como a esas cosas que nunca se alcanzan/ la ñata contra el vidrio/ en un azul de frío/ que solo fue después viviendo/ igual al mío».

- Izar, ¿te sientes sola?

- Quien lo ve desde fuera no lo pensaría, pero sí, me siento sola.

- ¿Por qué?

- No sé, por muchos motivos. No tengo familiares aquí. Hablo con gente, aunque eso es un mero encuentro. Tengo un núcleo de amigas del alma, pero están lejos.

Izar prefiere que su rostro no aparezca en la foto, pero no porque le dé vergüenza admitir su soledad, sino porque prefiere hablar de ella «de forma genérica», sin centrarse en su experiencia personal. A sus 66 años colabora con Adinkide y sabe mucho de soledades, no solo de las propias. «Sentirte solo es humano, no es una tara», dice.

Toma un pequeño cuaderno, lo abre y echa un vistazo a las ideas que tiene anotadas en sus páginas antes de empezar a hablar. «La soledad abarca todas las edades pero la gente mayor tiene más problemas. Cuando eres joven estás abierto a nuevas ideas y personas, tienes curiosidad para descubrir al otro, pero para los mayores es casi imposible entrar en un círculo de gente distinto porque todos tienen sus amistades hechas. Por eso, cuando sus amigos se van muriendo entran en un punto cero».

Pudor

«A muchas personasles da vergüenza reconocer queestán solas»

Izar ha pasado sola la Navidad, nada grave «si te lo tomas como unos días iguales que otros». Para ella, «la palabra clave es desarraigo». Es lo que sienten «quienes se quedan mancos porque han perdido a su pareja», o las personas mayores que se van a vivir con sus hijos a otra ciudad «y se quedan sin su historia». «El desarraigo tiene que ver con la pérdida» y en la soledad puede haber muchas pérdidas. «La mujer, el hijo, la familia, el pueblo...».

Fragilidad

Los años no hacen sino agrandar esa sensación. «La edad amplifica todos los problemas. Te sientes más frágil, puedes tener miedo a un accidente, a caerte y romperte la cadera. Estas condiciones hacen que la gente se sienta sola aunque no lo esté».

«Una amiga de mi madre que vivía sola me decía que cuando caía la tarde le daba un poco de angustia. A mí aún no me ha dado eso», dice Izar. Quizá es porque todavía no ha cumplido los años suficientes, eso es algo que lo dirá el tiempo. «Con esto de la soledad hay pudor. Hay mucha gente que la tiene y a muchos les da vergüenza decir que están solos. No somos capaces de decirlo abiertamente, por eso son tan importantes las asociaciones como Adinkide».

Atardecer

«Una amiga de mi madre que vivía sola me decía que al caer la tarde le daba un poco de angustia»

Para Izar también es importante ser conscientes de que «no estamos preparados para la soledad». «Nos tendrían que preparar para la vida. Cuando eres joven no tienes conciencia de que también vas a ser una persona mayor, de que todos vamos a volvernos viejos. Esta es una materia pendiente», dice. Es una asignatura que también deben aprobar las administraciones públicas, que «tienen que ser facilitadoras y mejorar los problemas de la soledad. Tiene que existir más información, para que las personas mayores sepan a dónde pueden acudir». A juicio de Izar, las instituciones también deberían promover «que haya menos analfabetos informáticos entre las personas mayores, porque eso es algo que te condiciona muchísimo».

«Cuando pierdes tus afectos o tu familia te queda un vacío muy grande. Si no tienes a alguien te vas encerrando en una espiral que gira hacia abajo y puede que llegues a ese punto donde ya no hay retorno y te acostumbras y asumes tu soledad como una realidad de tu vida. Por eso es importante la existencia de redes de encuentros», asegura.

  1. Josetxo Ibarguren, 82 años

    «Cuando me quedé solo no me enteraba de nada»

Josetxo Ibarguren muestra una foto de la trainera de San Pedro en la que él remó en los años 60. IÑIGO ROYO

La casa de Josetxo Ibarguren tiene un largo pasillo que se bifurca en dos al llegar a su final. En uno de los extremos hay una habitación con una bicicleta estática. «Es donde cosía mi mujer. Lo llamábamos el cuarto de la costura. El piso es grande, tiene muchas habitaciones que ahora están desocupadas. Josetxo es el único habitante de esta vivienda. «Mi mujer murió en 2010. Era ella la que lo llevaba todo. Cuando falleció no me enteraba de nada».

En la pared del pasillo una foto muestra una trainera. Es la de San Pedro, en la que remó Josetxo en los años 60. Toma la imagen y señala al joven que fue. «Aquí tenía 20 años». Ha trabajado toda su vida en la mar como segundo maquinista. Primero lo hizo en un barco pesquero en Terranova, y después en un barco mercante alemán. De los asuntos económicos, de las gestiones, de los hijos... de todo se encargaba su mujer durante las largas ausencias del marido. Por eso, cuando ella murió se sintió perdido. No sabía cómo funcionaba la vida en su día a día. «Él ha tenido que aprender en soledad», explica Pilar García, una técnica de la fundación Hurkoa que acompaña a Josetxo durante la entrevista.

Familia

«Tengo hijos pero no los tengo. Una vive en Memphis y el otro está en Matia»

El viejo marinero tiene 82 años y recibe el apoyo de Hurkoa. «No venimos a hacer compañía, sino a gestionar las necesidades de cada persona», indica García. En el caso de Josetxo, se trata de ayudarle a realizar gestiones como ir al notario -la última que han hecho- o trámites administrativos que cada vez son más complicados de sobrellevar, sobre todo para las personas mayores. Por ejemplo, para alguien de edad avanzada pedir hora por teléfono en alguna institución es un complicado laberinto casi imposible de recorrer. «A la hora de hacer gestiones la sociedad lo pone muy difícil», afirma García.

«Tengo hijos pero no los tengo», responde Josetxo cuando se le pregunta si tiene familia. «La mayor vive en Estados Unidos, en Memphis, y el pequeño está ingresado en la fundación Matia porque tiene una incapacidad intelectual. Cuando enviudé lo tuve en casa siete años pero ya no lo puedo atender. Voy a menudo a verle, al menos varias veces a la semana».

«La casa vacía»

La soledad tiene muchas caras. «Cada persona tiene unas necesidades distintas y concretas», afirma la representante de Hurkoa. En la cocina hay un plato con carne esperando su hora de pasar a la sartén; en la sala, la familia de Josetxo le observa desde sus fotografías enmarcadas en las estanterías. Cuando sale a la calle se junta con sus amigos y potea con ellos. En el hogar del jubilado suele hacer el almuerzo a los de la junta directiva, en la que no ha querido participar pese a que se lo han pedido. «Tengo la medallita y me llaman a menudo», dice mientras muestra el dispositivo de teleasistencia gestionado por el Gobierno Vasco.

«Cuando se fue el hijo, la casa se quedó vacía, pero tengo amigos», asegura. «Josetxo tiene la suerte de tener un entorno social comunitario muy amplio en la calle y en la vecindad», afirma García. Su soledad es otra, es la de una persona que necesita ayuda en determinados momentos de su vida. «Nosotros detectamos que Josetxo necesitaba que le echaran una mano. Nuestro programa de fragilidad busca apoyar a las personas mayores que se encuentran en situación de fragilidad, acompañando y ofreciendo apoyo social para acercarles a los recursos sociales y comunitarios. Atendemos a gente que está bien cognitivamente pero que necesita ayuda a la hora de hacer gestiones. Lo que intentamos es retardar la institucionalización», explica García.

Ausencia

«Yo era marino y pasaba mucho tiempo fuera. Mi esposa era la que lo llevaba todo»

Josetxo no lee las esquelas para no llevarse sorpresas. «Tengo la suerte de tener amigos», sostiene. En su casa, llena de habitaciones sin más ocupantes que él, se hace todos los días la comida y por las noches pone la televisión antes de ir a dormir. «Pienso en el chaval y con mi hija hablo todos los días». Con el paso de los años parece que el veterano remero de Pasajes San Pedro ha aprendido a vivir solo.

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La soledad en los mayores: «Vienen mucho a verme a casa, pero me siento solo»