Los tatuajes, un arte cargado de historias
En el Día Internacional del Tatuaje, ocho guipuzcoanos cuentan sus experiencias con la tinta y lo que simboliza para ellos llevar grabada su piel
De origen remoto, ya algunos pueblos primitivos y el Antiguo Egipto utilizaban los tatuajes como elementos mágicos contra enemigos o enfermedades o para homenajear a ... algo o alguien. Tienen su origen en la palabra tátau de Polinesia y su tratamiento a lo largo de la historia ha sido muy diverso. Tras los grandes descubrimientos en América y Asia, la aristocracia británica los adoptó como signo exótico.
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Después ha habido altibajos en su valoración. Hace pocos años se asociaban a marinos y legionarios y su prestigio social entre las clases adineradas era muy bajo. Sin embargo, utilizar hoy el cuerpo como lienzo, forma de expresión e identidad es cada vez más común. El último empujón hacia la moda se produjo en los años 90 con el movimiento punk, rompedor en todos los aspectos de la vida. Ahora, los tatuajes son una realidad en medio mundo, aunque quedan como excepciones Japón, que los considera poco higiénicos, algunos países del sureste asiático, que prohiben dibujarse figuras religiosas como Budas, Irán o Turquía, entre otros.
«Es un estilo y un arte que perdura en el tiempo», reconoce la tatuadora Alazne, propietaria del estudio 'You Are Art Tattoo' en Errenteria. Pese a las opiniones más conservadoras al respecto, ya no nos sorprende encontrarlos en un porcentaje muy alto de población. De hecho, se calcula que casi la mitad de los jóvenes de entre 16 y 35 años tiene un tatuaje y cada vez es menos común que alguien los oculte, por ejemplo, en una entrevista de trabajo.
Peio Paredes Errenteria (50 años)
«La esclerosis me da ideas de qué tatuarme»
Hoy en día llevar un tatuaje es «lo más normal del mundo», pero hace varias décadas en algunas casas eso era impensable. Y si no que se lo pregunten a Peio Paredes, errenteriarra de 50 años enfermo de esclerosis múltiple a quien de pequeño le dijeron que mientras viviera con sus padres no podía llevar «piercings, ni tatuajes ni pelo largo». Esa prohibición fue la que, en cierta manera, despertó en él su pasión por estos lienzos sobre la piel. Eso sí, aunque se marchó de casa con 24 primaveras, no fue hasta ocho más tarde cuando por primera vez se atrevió con la tinta. «Empecé a trabajar de portero en una discoteca y fue la época en la que se pusieron de moda los tribales. Como mis compañeros llevaban, decidí hacerme uno que iba desde el hombro hasta prácticamente el antebrazo», declara Paredes, quien recuerda la experiencia como «bastante dolorosa. Me encantó el resultado, pero no quería pasar de nuevo por el mismo dolor y decidí parar». Actualmente, por extraño que parezca, va camino de tatuarse todo el cuerpo.
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El motivo principal tiene que ver con la enfermedad que padece. Cuando tenía 38 años le diagnosticaron esclerosis múltiple, lo que provocó que, por un largo tiempo, sufriera un periodo vital difícil que afectó a su salud mental. «La esclerosis te hace pensar mucho en tu vida, en lo que quieres y en lo que no, y en mi caso me da ideas de qué tatuarme», cuenta Paredes tumbado en la camilla mientras Alazne Tattoo le graba en su pecho un emblema de los 'Espartanos'.
«Me lo estoy haciendo en honor a mis excompañeros de trabajo, personas que con los años se han convertido en hermanos para mí. Siempre nos arropábamos unos a otros y son los que han estado ahí en los momentos complicados que me han tocado vivir». explica. Preguntado por el dolor, este vecino de Errenteria confiesa que, para él, las agujas «no suponen nada en comparación con los dolores que me ha provocado la enfermedad. Me han llegado a ingresar porque no era capaz de soportarlos».
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En la gran mayoría de los casos, a los afectados por esclerosis no se les permite tatuarse, pero el de Peio debe ser especial. «Fue una de las primeras preguntas que hice a los médicos y me dijeron que no tenía problema, así que estoy aprovechando para hacerme todo lo que tenía en mente», reconoce Paredes. «Mi mujer me ha dicho que si me tatuaba el cuello nuestra relación podía peligrar», añade entre risas, «pero a mí es algo que me gusta y que quiero llevar para siempre».
Aitor, Raquel, Naroa y Serafín Errenteria
«Nos tatuamos la 'vida' por un cáncer que tuve»
Una visita a su ginecóloga de cabecera el 13 de enero de 2022 cambió para siempre la vida de Raquel Rodríguez. Tenía 53 años y le acababan de diagnosticar un cáncer oculto de mama que requería tratamiento tanto de quimio como de radioterapia. «Piensas en lo peor, en que te vas a morir, que pronto vas a dejar de ver a la gente que quieres», confiesa todavía con cierta emoción. Subida en esa montaña rusa de emociones, «porque a ratos también piensas en que todo va a salir bien», hizo una petición a su marido Serafín Majada y a sus dos hijos, Aitor y Naroa: «tenemos que hacer un viaje los cuatro». Por culpa de la enfermedad, a la que le ganó la batalla en octubre del año pasado, y al coincidir que en el momento de la noticia su hijo mayor se encontraba de Erasmus en Lituania, esa experiencia todavía no han podido vivirla. Pero hace unos meses, a Raquel se le ocurrió una idea, brillante por cierto, «mucho más factible» que uniera aún más a los integrantes de esta familia de Errenteria. Hacerse un tatuaje todos juntos. Y en ese sentido, elegir qué hacerse fue una decisión muy sencilla. La palabra 'vida'. «Tiene mucho significado. Lo que buscaba era aferrarme, agarrarme a esa vida que por instantes crees que se te va. La mente juega malas pasadas. Y lo peor no es eso, porque tú te vas y no pasa nada, pero solo pensar que esta vida tan caprichosa podía dejarme sin ver la de mis hijos...».
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Aitor y Naroa no se lo pensaron un solo segundo, pero a Serafín, que para entonces ya tenía uno en el hombro, le costó algo más pero terminó accediendo. «Me hacía mucha ilusión que los cuatro de casa lleváramos el mismo tatuaje», cuenta Raquel. Tuvieron que acudir en dos tandas. Primero ella junto a su marido a principios de abril de este año, y un mes más tarde sus hijos. «Estudian Audiovisuales y Psicología y no pudimos coincidir», añade.
Tener grabada en la piel la palabra 'vida' es para ellos lo más, aunque no lo único. La ama reconoce que tardó «mucho» en aventurarse con su primer tatuaje. «Fue con 37 años, antes no se llevaban. Me hice una bruja en el tobillo». Después llegarían muchos más. Su nombre en hebreo en la muñeca, un infinito con las iniciales de sus hijos en el brazo izquierdo, una enredadera en el hombro, un corazón por encima del codo -se lo hizo junto a Naroa cuando ella tenía 17 años-, el título de un libro de la autora Ana Idam acompañado de una pequeña flor de loto y dos manos entrelazadas como símbolo de otro libro de la misma escritora.
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«Una de mis aficiones es leer y conocer a esta autora por Instagram fue una de las mejores cosas que me pudieron pasar durante la enfermedad. De hecho, contacté con ella y llegué a ser la lectora 0 de uno de sus libros. Lo leí antes que nadie y eso significó mucho para mí».
Quien más ha heredado esa afición de Raquel ha sido su hijo Aitor. «Él tiene varios y de diferentes tamaños, algunos grandes y otros más pequeños. Mi hija de momento dos, pero sé que tiene bastantes más en su cabeza».
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Pedri Lete Soraluze (70 años)
«Cuando te haces el primero ya piensas en el segundo»
Hay a quienes la pasión por los tatuajes la han descubierto con el paso de los años por diferentes motivos. Un ejemplo de ello es Pedri Lete, vecino de Soraluze que empezó a inyectarse tinta en su cuerpo a los 55 años y que a día de hoy, con 70 recién cumplidos, acumula ya un total de dieciséis. «Para ser sincero nunca había pensado en tatuarme, pero un día pasé por delante de un estudio, vi su catálogo en el escaparate, me enamoré de un diseño en concreto y decidí hacérmelo al día siguiente», explica Lete. Aquel día de 2007 se tatuó un tribal, y pese al dolor que reconoce causar los pinchazos de las agujas, nada más abandonar el local asegura que ya empezó a pensar en el siguiente. «Muchas veces escuchas que tatuarse engancha, aunque sinceramente he de decir que desde fuera yo no tenía esa percepción. Sin embargo, una vez empezado he podido comprobar que es cierto», añade este guipuzcoano.
Así como hay personas que eligen una temática en concreto para todos sus tatuajes, Pedri se deja guiar por las emociones y sentimientos de cada momento. De ahí que cada uno de ellos tenga un significado diferente. Preguntado por cuál es el más le gusta, Lete deja claro que para él todos son especiales por el diseño, el momento y el lugar en el que se los realizó. Porque pese a que la mayoría se los ha hecho en Canarias, adonde solía acudir cada año a pasar una temporada, Pedri también se ha tatuado en Eibar y hasta en Transilvania, región histórica del centro-noroeste de Rumania. Allí, en el mismo castillo del Conde Drácula, se dibujó el año pasado la silueta de un vampiro. «El mundo de los vampiros me gusta, y aprovechando el viaje quise guardar un recuerdo para siempre», explica el soraluzetarra. «Ese ha sido mi último tatuaje, y aunque actualmente no tengo ninguno en mente, no descarto hacerme más si me viene alguna idea».
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Tiene grabada la piel de diferentes partes de su cuerpo, si bien el mayor número de tatuajes los lleva en sus brazos. Lo que empezó con nueve estrellas, todas realizadas en la misma sesión, ha terminado en una mezcla en la que cobran protagonismo un escudo de la Real y la K de 'kalitatea' de Eusko Label y un difuminado de la bandera gay que solo él sabe apreciar para evitar problemas en países árabes que ha visitado. «El escudo me lo tatué cuando el equipo bajó a Segunda división, en 2008. Por una parte por darme ánimos a mí mismo, pero sobre todo por demostrar que podíamos volver a donde merecíamos estar. Y así fue. Estoy encantado con él», insiste Lete.
Y la K de Eusko Label, ¿por qué? «Porque además de ser una de nuestras señas de identidad de nuestra tierra, considero que yo también soy carne de primera calidad», cuenta entre risas antes de mencionar las tres hormigas grabadas en su cuello. «Me las hice en un evento solidario en el que todo el dinero recaudado iba dirigido a niños con enfermedades raras o sin diagnosticar».
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Ainhoa y Ángela Hondarribia (20 y 86 años)
«La flor grande es mi abuela y la que florece, yo»
A sus 86 años, Ángela desprende alegría y amor por los cuatro costados. Tanto, que reconoce estar como «una rosa y con ganas de fiesta». La alegría la demuestra cada vez que acude a clases de danza oriental para seguir poniéndole ritmo a una vida en la que se ha topado con algún que otro obstáculo en forma de enfermedad. El amor, por su parte, en cada minuto que pasa con Ainhoa, su nieta preferida (y única) a la que quiere con locura. Son uña y carne y la demostración más fiel es el tatuaje que decidieron hacerse juntas cuando la pequeña de la familia cumplió la mayoría de edad. «Son dos flores, cada una con su ramillete y sus capullos y tienen un par de hojitas», confiesa Ainhoa. «La flor grande significa mi abuela, que es la mayor, y la otra que está floreciendo me representa a mi». reconoce mientras hace hincapié en la buena relación que mantienen ambas.
«Nos llevamos muy bien, pasamos mucho tiempo juntas y nos une un vínculo muy especial. Si a eso le sumamos que a mi abuela le encantan los tatuajes y que yo también quería hacerme uno...esta fue la mejor decisión que pudimos tomar». Sobre cómo surgió la idea del diseño, Ainhoa cuenta que «quería que fuera algo único, que se saliera de lo común. Me puse a indagar y en internet encontré una silueta de unas flores que me gustó y se lo pasé a Alazne, que fue quien nos tatuó después de hacer los últimos retoques para que el dibujo quedara precioso».
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Pese a estar completamente sana y feliz en la actualidad, Ángela fue operada con 63 años de un melanoma, el tipo más grave de cáncer de piel. En aquel momento, del que han pasado ya 23 años, las preguntas a su oncóloga fueron infinitas, pero quizá la más llamativa es la que le hizo relacionada con los tatuajes, que evidentemente pilló a contrapié a su médico. «Teniendo cáncer de piel, ¿podría hacerme un tatuaje?», le preguntó. A ella siempre le habían gustado, pero nunca se había atrevido a dar ese paso. Para su sorpresa, la respuesta fue afirmativa, así que no dudó y fue a hacerse un delfín, «mi animal favorito».
Después de ese llegó el de una orquídea que se grabó por encima del tobillo. Hasta ahí todo perfecto. Pero como es bien sabido, no siempre todos los tatuajes salen como deseamos, y con eso también tuvo que lidiar Ángela. «Me hice un angelito en el pecho, pero me lo hicieron tan mal que tuve que cambiar de tatuador para que me lo arreglara de alguna manera». Ese angelito se convirtió en «una rosa muy bonita» que hoy en día luce con mucho orgullo.
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Tras un largo tiempo alejada de las agujas, y una vez superada la enfermedad, esta hondarribiarra se tatuó un lazo rosa en el brazo derecho como símbolo de superación y después el nombre de su nieta. «Tenía tanta alegría metida en el cuerpo en ese momento que decidí hacérmelos. Y luego llegó el de la flor con mi nieta». De eso han pasado ya dos años, pero sabe que tarde o temprano, alguno más caerá.
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