En 1948 no llovió una gota en la isla de El Hierro. Los pozos se secaron, las tierras se agrietaron, los frutales se marchitaron, las ... ovejas murieron. Los humanos sobrevivieron porque un barco les llevaba agua desde Tenerife. El Hierro acumula mucha agua dulce en el subsuelo, pero los terratenientes frenaron siempre las obras y el suministro público, porque así ellos controlaban los pozos. La sed era una decisión política. Doce mil canarios arruinados se apretaron en veleros para emigrar a Venezuela.
Publicidad
El agricultor Tadeo Casañas subió al monte a cazar palomas y se quedó a dormir en su cabaña. De noche se despertó porque le caían gotas en la cara: la niebla se adensaba en el techo de ramas de brezo y goteaba. «Yo soy un ignorante, casi no fui a la escuela», me contó a sus 97 años en el sofá de su casa, tres meses antes de morir, «pero siempre me gustó leer el Quijote y los libros de historia». En 1948 se acordó de las crónicas de los conquistadores castellanos que hace quinientos años hablaban del garoé, el árbol mágico de los aborígenes bimbaches, un árbol del que manaba lluvia. No era magia, era física: los húmedos vientos alisios trepan por las islas, forman nieblas, se condensan en los árboles frondosos y gotean. Los bimbaches excavaron depósitos de agua que aún pueden verse al pie de algunos árboles. Tadeo recogió el goteo con unas tuberías, llevó 14 litros por minuto a sus vecinos y los salvó de la sed: recordando lecturas, ordeñando las nubes.
Suscríbete los 2 primeros meses gratis
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión