La voz y la llamada
Para espantar a la soledad me dio por llamar por teléfono a empresas y gobiernos. Aquellas voces con acento robótico me hacían compañía y, además, me grababan
Como no tenía nada que hacer, un día llamé a la Seguridad Social y así, entre pulsar números en el teclado y escuchar a las ... voces que me hablaban con acento robótico, se me fue pasando tan ricamente la tarde. La idea me la había dado la Engrazi, la del segundo derecha. Una sobremesa le dio por llamar a Osakidetza en vez de ver el Sálvame, y con las canciones tan bonitas que le ponían y la señora que de vez en cuando le decía que en breves instantes le harían caso, se le volaron felices las horas con la esperanza de ser atendida en el momento más inesperado. Era una forma como cualquier otra de ahuyentar la soledad.
Probé y me gustó tanto que acabé aficionándome a lo de las llamadas. Después de comer encendía la estufa de butano de la sala, me sentaba en el sillón, me echaba la toquilla de mi difunta Juana sobre los hombros y llamaba a la Seguridad Social. En días de lluvia, mientras la penumbra iba adueñándose de la estancia y de mi alma, me sentía acompañado por el señor y la señora que me revelaban por turnos las oportunidades que ofrecía el número uno, las puertas que abría el dos, las promesas del tres o los misterios del cuatro. Todos los números tenían su razón de ser y llevaban a algún lugar desconocido donde aguardaban voces nuevas que me guiaban como rastreadores por las junglas intrincadas de la burocracia. Y no solo eso, sino que, para hacer la experiencia aún más emocionante, lo grababan todo.
«Después de comer encendía la estufa, me sentaba en el sillón y llamaba a la Seguridad Social»
Con el paso de los meses la Seguridad Social se me hizo pequeña y comencé a llamar a Osakidetza, a las telefónicas, a los bancos, a Iberdrola y hasta al Ministerio de Hacienda. Poco después di el salto y empecé a ponerme en contacto con empresas y gobiernos de todo el mundo. En cuanto alguien me contestaba me ponía a charlar con él. Le preguntaba por su trabajo y le contaba lo de mi pobre Juana, que tan pronto y tan solo me dejó. Algunos colgaban airados, pero otros se me sinceraban y me hablaban de sus afanes y desvelos, de sus hijos, de lo que querían hacer en la vida y de los sueños que no habían logrado cumplir, que eran casi todos. Hasta una tal Mary Jane, de la oficina municipal de impuestos de Tucson, creo que era, se me echó a llorar de la emoción. Y eso que no me entendía.
«¿Qué ocurriría si todas las voces recobraran su libertad y sonaran como una sola?»
Yo me preguntaba qué sería de aquellas palabras, dónde acabarían, qué iba a ser de ellas. Alguien me dijo que borraban las grabaciones, pero eso no me lo creo. Tienen que estar en algún lugar. Estoy convencido de que en alguna parte hay un almacén repleto de estanterías donde, custodiadas por hombres con batas blancas, reposan nuestras voces a la espera de volver a la vida. Yo imagino que será un silo subterráneo protegido por soldados de las fuerzas especiales y grandes puertas acorazadas. Una fortaleza donde nadie puede entrar y de donde nada puede salir porque, ¿qué ocurriría si todas las voces recobraran su libertad y sonaran como una sola?
Esta tarde he llamado a la Seguridad Social. Me ha contestado el señor de siempre y luego he pulsado un número al azar, el dos, el del informe de vida laboral u otros informes. Ha salido una señora que daba instrucciones en un tono vagamente familiar. 'No puede ser', he pensado. Para cuando he querido reaccionar ya había callado y he tenido que volver a llamar para darle de nuevo al dos. Sí, allí estaba ella, mi Juana, que me hablaba después de tanto tiempo. «¿Eres tú?», le he preguntado. «Todas las líneas están ocupadas», me ha respondido. Y me ha parecido que le temblaba la voz.
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