El sonriente asentidor
Lo único que sé hacer en esta vida es decir sí a todo. Gracias a esta peculiar habilidad he logrado abrirme un pequeño hueco en el mundo de la política
Mi modesta carrera profesional comenzó en el medio televisivo, donde me desempeñé como feliz y sonriente reportero por los pueblos de España. Mi cometido consistía ... en recorrer localidades pintorescas, entusiasmarme con sus museos de trajes regionales, escuchar desafinadas coplas de la zona, hacer como que respiraba aire puro y, ante todo, charlar con el cocinero del hotel con encanto local, siempre dispuesto a preparar en vivo y en directo el plato tradicional de la comarca.
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Yo me ubicaba junto al chef dando botecitos de alegría y moviéndome micrófono en mano con espasmos contenidos y, con una radiante sonrisa, escuchaba las explicaciones del experto culinario. «Hoy vamos a preparar migas al pimentón con asadurillas maceradas en manteca de cerdo», anunciaba. «Y de postre -remataba- haré unas perronillas».
«Mientras mi estómago se encogía, el cocinero encendía los fogones y se abrían las puertas del infierno»
Ajeno a los estertores de mi estómago, el simpático cocinero encendía los fogones y se abrían las puertas del infierno. Con mi sonrisa inquebrantable, yo aspiraba aire como quien se ahoga en el espacio, asentía en señal de aprobación y decía mirando a la cámara: «No sabes lo bien que huele, Ana Rosa».
La mezcla de sudor, pimentón a puñados, manteca derretida y aceite revenido («de un agricultor local. Kilómetro cero», decía orgulloso el cocinero), emitía un hedor del que huían hasta las moscas. Pero eso no era lo peor. El apocalipsis llegaba a la hora de la cata. El chef me instalaba una cuchara en la mano libre y me miraba ansioso mientras yo me llevaba el mejunje a la boca. Pese a las arcadas y el fuego en mis entrañas, mantenía la sonrisa y, mirando a la cámara, asentía. «Hummm, delicioso, Ana Rosa».
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El cocinero ladeaba la cabeza con agradecida modestia y me instaba a comerme un plato entero, cosa que yo hacía con grandes gestos de asentimiento y deleite. Mientras luchaba con aquel engrudo infame, Ana Rosa se despedía. «Hasta mañana, compañero, pero antes acábate las perronillas, que se te ve con hambre, ja ja». Y yo, obediente, me las zampaba. Nunca la olvidaré.
Dos años resistieron mis tripas antes de caer víctimas de la comida tradicional. Con el estómago más agujereado que un encaje de bolillos, abandoné el medio televisivo y abordé un nuevo reto profesional. Gracias a un amigo concejal me presenté a un 'casting' organizado por su partido. «¿Usted sabe asentir?», me preguntaron. «Sí». Y me seleccionaron.
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Me contrataron como asentidor que, por si ustedes no lo saben, es esa gente tan sana y natural que se coloca detrás de los líderes políticos en un mitin o cuando hacen declaraciones. Son, por decirlo de otra manera, los que dicen sí a todo con la cabeza. «Contra la corrupción, tolerancia cero», proclama el líder, y los asentidores asentimos. «Estas elecciones las vamos a ganar», y asentimos de nuevo. «Nunca pactaremos con ellos», y volvemos a asentir.
«Ya casi había decidido darme a la fuga cuando pensé en lo lejos que había llegado en el partido»
Tanto y tan bien asentí que el líder se fijó en mi persona y hasta me nombró asentidor principal. Otro día me llamó a su vera y me dijo así: «Muchacho, mañana nos vamos tú y yo a comer a la sierra. Conozco un sitio donde preparan unas criadillas a la cayena con morrones que te vas a derretir». De inmediato sentí los vuelcos que comenzó a dar mi estómago, sin duda en busca de un hueco por donde lanzarse al vacío. Ya casi había decidido darme a la fuga cuando pensé en lo lejos que había llegado en el partido y en lo alto a lo que aún podía llegar. Tragué saliva, saqué a pasear mi mejor sonrisa y di mi respuesta. «Por supuesto, jefe. Si hay que comer, se come», asentí.
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