Del virus a la guerra

El gestor de añadidos

La mía es una profesión que dentro de poco tiempo habrá pasado a la historia arrastrada por las nuevas costumbres. Habrá que buscar otra ocupación

Javier Guillenea

San Sebastián

Domingo, 16 de abril 2023, 07:31

Y o me gano la vida como buenamente puedo, sin apenas molestar, sin que se note mi existencia. Deambulo por mi puesto de trabajo de ... la forma más discreta posible, unas veces con delicadeza de libélula, otras con la prestancia sigilosa del leopardo, sin dejar más huella de mi paso que un leve aleteo de servilletas de papel. Más que un empleo, lo mío es un arte, un espectáculo nunca visto en el que para llegar a buen puerto hay que ser más etéreo que la brisa, más invisible que la oscuridad, más ágil que el hombre del tiempo ante un mapa repleto de borrascas. Yo triunfo cuando nadie me ve.

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Soy gestor de añadidos monetarios. Mi trabajo consiste en vigilar las terrazas de los bares de forma que, cuando una mesa queda libre, yo me encamino rápidamente hacia ella y, si hay propina en un platito, arramblo con las monedas en menos tiempo que el que tarda una paloma en comerse un trozo de tortilla. Voy con un periódico en la mano, que para algo tienen que servir, hago algo así como un movimiento envolvente, como una especie de saludo al palco de la Maestranza, y si allí hubo alguna vez dos euros, ahora ya no están, que han ido a parar a mi bolsillo.

Por puro pudor no les diré lo que gano al mes, pero sí les confesaré que, con no ser mucho, es suficiente para llevar una vida sin apreturas. A mi hija mayor, Clarisa, la he mandado a estudiar Medicina en Pamplona; la menor, Dorotea, está haciendo el Bachillerato en un colegio alemán de Madrid y a Reme, mi esposa, que es abogada, le he costeado la reforma de su bufete en la avenida de la Libertad. Además de eso, tengo un buen coche, dos adosados, un plan de pensiones y una barca motora con la que salgo a pescar txipirones con un par de amigos del golf los lunes y los martes, que es cuando el negocio flojea.

«Hago un movimiento envolvente y si allí hubo alguna vez dos euros, ahora están en mi bolsillo»

No me ha ido mal en la vida, pero eso puede cambiar pronto por culpa de las nuevas costumbres que pugnan por entrar en nuestra sociedad. Por lo visto, ahora se le ha ocurrido a alguien cobrar las propinas por todo el morro, directamente de la tarjeta, a lo Luis Candelas, sin dar siquiera la opción de depositar el estipendio sobre la mesa. No sé qué piensan ustedes, pero a mí esto me parece un atraco. Es que esta gente se va a cargar una profesión que a nadie hace daño y que es esencial para el correcto funcionamiento de nuestra economía, en especial de la mía. Yo ya tenía plaza fija en las terracitas del Boulevard, con lo que me había costado, y ahora resulta que tanto esfuerzo no va a servir para nada. ¿Qué será de mí?

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Mi familia está inquieta. Clarisa me preguntó hace poco con un temblor en los labios si tendrá que acabar sus estudios en la UPV, con lo pública que es; Dorotea también me preguntó algo, pero como lo hizo en alemán no la entendí, y Reme me ha pedido que pague por adelantado el gotelé por si las moscas. Hace dos semanas que mis amigos del golf no aparecen por la barca motora, temo que se estén distanciando de mí. Lo peor es lo de mi hijo Luis Mari, que quería seguir mis pasos y ya hacía sus pinitos en el malecón de Zarautz. ¿Qué le voy a decir?, ¿que su trabajo va a dejar de existir?, ¿que se meta a banquero?

P. D.: Hoy se ha puesto mustio y le he dado dos euros para que vaya a tomar un café. Cuando ha vuelto a casa me ha mostrado una bolsita de plástico llena de azucarillos recién recolectados en las terrazas. Al menos había catorce. «He pensado que ya que no va a haber propinas podemos revendérselos a los bares», me ha dicho. Le he abrazado henchido de orgullo. «Llegarás lejos, Luis Mari, llegarás lejos».

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