Cubertería fina
Con unos ahorrillos obtenidos gracias a Einstein me apunté a un curso de cocina y abrí en la capital un restaurante con muchos espejos. Tuvo demasiado éxito
Me apunté a un concurso de cocina y a las dos horas ya tenía 475 puntos, todos en la mano izquierda. Por algún motivo que ... se me escapa quedé en último lugar, pero eso no hizo mella en mi determinación de obtener el reconocimiento social que perseguía. Yo siempre he querido ser cocinero y un desgraciado accidente no me iba a detener. Como suelo decir, para echar sal no hacen falta dos manos. ¿O acaso los malabaristas tienen cuatro brazos aunque a veces lo parezca?
«La fábrica llegó a inventarse al mes más de 5.000 citas del señor ese con el pelo tan raro»
Como siempre he sido emprendedor he podido obtener un capitalito que guardo en el altillo de casa en cajas de cartón. Mi último dinero lo conseguí gracias a los beneficios que me proporcionó una empresa que fundé para producir a escala industrial frases de Einstein. La fábrica, que al año de abrirse ya contaba con 120 empleados, llegó a inventarse más de 5.000 citas al mes del señor ese con el pelo tan raro, incluida una que hizo furor en las tazas de las administraciones públicas: 'Me la refanfinfla'.
Pero yo quería ser cocinero, no literato, y pronto vendí la empresa a una multinacional que usó las frases de Einstein para escribir libros de Coelho. Fue todo un éxito que me animó a seguir mi propio camino hacia mi autodescubrimiento personal. Y así fue como gracias a mis ahorros me matriculé en un curso por internet de la prestigiosa Facultad de Gastronomía Avanzada de Melbourne, donde los más grandes chefs de Australia me enseñaron los secretos del oficio.
Aquello fue más bien decepcionante porque lo que mejor les salía a los profesores era el canguro asado y aquí no hay demasiados. Pedí unos cuantos de esos bichos por correo pero me costaba mucho sujetarlos con una sola mano y todos acababan escapando al bosque. Por ahí andarán los angelitos, saltando como posesos entre hayedos y cargándose de paso a la flora y fauna autóctona.
Por suerte para mí soy resiliente. Como dijo Einstein, 'en el horno no todo son bollos, también hay pollos', así que a un par de gallinas les puse unas orejas grandes de goma y un bolso entre las alas, las moví como si dieran brincos y las asé delante del ordenador para que los incautos chefs australianos lo vieran todo. Ese fue mi Trabajo de Fin de Grado. Aprobé.
Con el título bajo el brazo compré un local en pleno centro de la capital y abrí un restaurante con muchos espejos. Al local comenzó a venir lo más granado de la nación, entre ellos numerosos diputados, secretarios, subsecretarios y algún que otro exministro. Todo fue bien hasta que Melquiades, uno de los camareros, me dijo que acababa de hacer inventario y no le salían las cuentas. «Nos faltan 54 tenedores, 47 cucharas y 125 cuchillos», advirtió.
Pronto vimos que los cubiertos desaparecían a gran velocidad. A ese paso nuestra selecta clientela iba a tener que comer con las manos, así que instalamos detectores de cucharas en la puerta. Necesitábamos saber quién nos estaba dejando sin cubertería. Pronto lo supimos.
«Todo fue bien hasta que Melquiades me dijo que había hecho inventario y no le cuadraban las cuentas»
El primer día, el detector no dejó de sonar para bochorno de la humanidad. No había cliente que no llevara en los bolsillos uno o varios cubiertos. El único que se libró del oprobio fue un general de la Guardia Civil que después del postre se había liado a pedir cafés. Llevaba ya consumidos medio centenar cuando abandonó el restaurante sin que el detector pitara a su paso. Antes de pisar la calle nos miró con gesto airado dejándonos con un gran cargo de conciencia por haber dudado de tan alto servidor de la ley.
A la mañana siguiente Melquiades hizo inventario. Faltaban 50 tazas.
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