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Polina tan solo tiene seis años. Los cumplió en octubre. La mitad de su vida ha estado rodeada de guerra y es demasiado pequeña como para explicarle lo que significa que su padre esté en el frente o por qué su familia decidió que Gipuzkoa ... era un lugar más seguro donde pasar el mes de Navidad. Polina es una de las diecisiete niñas y niños de Ucrania que llegaron al territorio de la mano de Chernobil Elkartea para pasar estas fechas lejos de la guerra que sigue agitando su país. El cambio, al principio, «se le hizo duro», cuenta Marian Izagirre, presidenta de la asociación y quien, durante estas semanas, ha acogido a la pequeña en su casa para que disfrute de un descanso merecido, antes de volver mañana a su país. «Aquí ha podido escapar de esa mala suerte, dormir tranquila por las noches, comer bien y respirar aire limpio».
La situación en la localidad natal de Polina, una pequeña aldea en el norte de Ucrania llamada de Obujovychi, es de «una aparente paz», pues ahora no está directamente invadida. Pero al vivir cerca de Kiev «todo lo que se dispara a la capital pasa por su cielo. Llega un punto en el que el ejército deja de controlar sus drones y se quedan volando, dando vueltas, hasta que se les acaba la batería y se caen. Mismamente, un misil que va dirigido a Kiev puede ser interceptado por el camino y caer encima de ellos», detalla Marian. «Eso genera muchísima inquietud. Yo entiendo a esos padres que ven que todas las noches pasan los cohetes por encima suyo y solo piensan en poner a sus hijos a salvo. Esa separación para ellos también tiene que ser muy dura», lamenta la presidenta, mientras a su lado la pequeña le pide «un Cola-Cao, por favor».
Marian Izagirre
Prsidenta de Chernobil Elkartea
Marian agradece la buena voluntad y la colaboración de Vika, la niña ucraniana de once años a la que lleva dos acogiendo como refugiada. Rápidamente las dos encajaron a la perfección y son «como hermanas». Durante este mes han hecho todo juntas, pero lo que más les gusta «es cantar y bailar». Y además de pasárselo bien, esta visita a Gipuzkoa le ha servido a Polina para ganar salud, que es la labor «más importante» que realizan las familias de acogida por los pequeños. «¿Cómo puedes sacar adelante una familia en esa situación?», se pregunta Marian. «Pues lo están logrando. Pero es muy duro». Asegura también que «a pesar de tener tan solo seis añitos Polina entiende, hasta cierto punto», lo que está pasando. «Un día nos dijo que cuando acabe la guerra teníamos que ir a visitarle a Ucrania», cuenta, todavía algo incrédula.
Como presidenta de la asociación, Marian anima «a todo el mundo» a dar una oportunidad a estos pequeños. «Tenemos la opción de ayudar a un niño a salir de la guerra, al menos, por uno o dos meses», señala. «Es tan fácil como contactarnos a través del correo chernobil@asociacionchernobil.info o el teléfono 670419078». Y es que, dada su situación, estos niños viven rodeados de «demasiadas preocupaciones», unas que «no deberían tener a su edad, y se merecen esta desconexión».
El salón de Carmen y Mauro está lleno de fotografías familiares. Generación tras generación, rostros de hijos, nietos y amigos llenan los marcos que decoran cada mesa y pared de la sala. Entre estos retratos no podía faltar el de Anna, la niña ucraniana a la que llevan acogiendo ocho años, desde que tenía seis -y ahora tiene catorce-. Sin lugar a dudas es una más de la familia. Así lo demuestra la afección que tiene con su «segunda madre», la mendaroarra Carmen Larrañaga, o la amistad que ha forjado con Paul y Lara, los nietos del matrimonio. En Mendaro, localidad a la que Anna lleva ocho veranos y navidades llamando hogar, la ucraniana no es despertada por la alarma antiaérea ni tiene que estar mirando constantemente al cielo, contando los drones que sobrevuelan su pueblo, Ivánkiv, ni preguntarse dónde impactarán.
Anna
Ucraniana de 14 años
Aunque la situación en su día «mejoró, ahora las cosas vuelven a estar peor», se sincera Anna en un perfecto castellano. Lamentablemente, ya está acostumbrada. «Si suena la alarma a la mañana igual no podemos ir a la escuela, y si suena cuando estamos allí tenemos que bajar todos al sótano, al búnker». A sus catorce años, Anna es cada vez más consciente de la gravedad de la situación «porque ahora echan más bombas y drones, y la alarma suena con más frecuencia», asegura. Hasta tiene descargada una aplicación en su teléfono móvil que avisa, a tiempo real, de los enfrentamientos, ataques y movimientos de las tropas rusas en las distintas zonas de su país natal; las más críticas están marcadas en rojo. «Está muy pendiente», señalan Carmen y Mauro.
El matrimonio lleva casi veinte años formando parte de la asociación. Recuerdan a la perfección a Nastia, la primera niña a la que acogieron como parte del programa y que «vino cada año» hasta cumplir la mayoría de edad. Luego llegó Anna. Después de los primeros veranos conociendo a los mendaroarras, su familia contactó con Carmen y Mauro. Había estallado la guerra y «primero, vinieron la madre y los tres hijos».
Después de tres meses la madre se llevó al más pequeño, y Anna y su hermana «se quedaron con nosotros dos años y medio». El verano pasado la cosa volvió a estar «más tranquila, dentro de lo que cabe», y las hermanas pudieron ir a su casa en Ucrania, pero Anna ya estaba contando los días para poder volver y pasar la Navidad en Gipuzkoa. Y así ha sido. Los de Mendaro le estaban esperando con los brazos abiertos. El tiempo que pasan juntos es de calidad, y así, Anna y Carmen aprovechan cualquier excusa para salir «a pasear o tomar un café». Y «para ir de compras, también», añade Mauro entre risas.
Generalmente, la ucraniana aprovecha las tardes para ir a Elgoibar con su cuadrilla, con los amigos que conoció en el instituto mientras estudiaba en el territorio. En definitiva, «aquí estoy mucho más tranquila», cuenta Anna con una sonrisa.
Desde que está en Gipuzkoa, Vika, de once años, va todos los días al colegio. Le «encanta» porque así ve a sus amigos todos los días. Dos años después, la ucraniana se ha adaptado a esta nueva normalidad, muy diferente a la que estaba acostumbrada desde que estalló la guerra. En su pueblo natal, Pisky, no hay colegio porque «todas las escuelas que no tienen refugio aéreo han cerrado. Las pocas que están en activo acogen a todos los niños que pueden y se dividen los días». Algunos alumnos van a estudiar los días pares, y los otros, los impares. Son tantos que no hay aulas suficientes. Así, Marian Izagirre, presidenta de la asociación Chernobil y quien ha acogido a Vika como refugiada, lamenta que hay una gran cantidad de niños ucranianos que «no tienen una educación digna. No es nada constante, es alterna. Además, el día que suena la alarma antiaérea tampoco pueden ir a estudiar». En ese caso, todos deben esconderse en el 'sótano', que no es más que un espacio que utilizan «para guardar las patatas, porque es un lugar muy fresco». Ahí se meten todos. Son pocos metros cuadrados y hay familias que ni siquiera cuentan con este subterráneo. «Se meten ellos, se mete el vecino...». Marian se alegra de darle un ambiente estable a Vika, un hogar en el que «no tiene que salir corriendo ni bajar al sótano para defenderse de nada».
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