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Historias de Gipuzkoa

Cuando los militares no querían analfabetos en los cuarteles

El Ejército enseñó a miles de soldados a escribir y leer, no solo a usar un arma de fuego real, hacer la cama, coser un botón, pelar patatas o limpiar el calzado

Antton Iparraguirre

San Sebastián

Lunes, 3 de noviembre 2025

El servicio militar cumplió el pasado siglo una función social vital para miles de jóvenes guipuzcoanos que salían por primera vez de sus hogares. El Ejército se convirtió en su vía de escape a una vida de miseria y analfabetismo. La 'mili' suponía la última oportunidad para dejar de ser iletrados, y obtener por tanto un certificado de estudios primarios, aprender un oficio o incorporarse al mercado laboral con mejores expectativas. Se inculcaba en el soldado el amor a la patria, el sentido del honor y otras virtudes castrenses. Además de cómo utilizar un arma de fuego real, desfilar en fila india o tirarse de barriga al suelo, a los mozos se les enseñaba a hacer la cama, coser un botón, pelar patatas y dejar pulcro el calzado. Por algo se decía que se convertía al bisoño recluta en 'un hombre'.

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El servicio militar fue implantado en España en 1770 durante el reinado de Carlos III y las Escuelas de Primeras Letras del Ejército fueron creadas por el marqués del Duero en 1844. Desde entonces, y hasta no hace pocas décadas, una de las mayores preocupaciones de los mandos militares, tanto en tiempos de paz como de guerra, ha sido la alta tasa de analfabetismo en la tropa. Los soldados que no sabían leer ni escribir eran incapaces de comprender los conocimientos prácticos sobre instrucción, manejo de armas, ordenanzas, tácticas bélicas, ordenanzas.. Incluso se les escapaba el significado, naturaleza y función del propio Ejército. Además, el elevado número de iletrados suponía un pesado lastre para el desarrollo social económico del país.

El tema no era baladí si se tiene en cuenta que se trataba de instruir, y al mismo tiempo adoctrinar, a jovenes que portaban un mortífero arma «que es como vuestra novia», les gritaban los mandos. Ya a principios del pasado siglo era patente que los reclutas necesitaban saber leer para evitar cargar con municiones de diferente marca y calibre sus fusiles o para comprender las no siempre claras instrucciones de los manuales de las ametralladoras, por poner un ejemplo. Incluso a la hora de utilizar desde bombas a granadas o morteros.

Un aula en 1917 en Donostia

Para evitar males mayores en las tropas y elevar el nivel cultural, al igual que el moral, desde 1904 los capellanes de todos los cuarteles se afanaron por instruir a los soldados analfabetos por la tarde, auxiliados por oficiales, sargentos y cabos voluntarios.

Un acto castrense en el cuartel de San Telmo, en San Sebastián, en 1917. Ricardo Martin / Kutxateka

Los militares acuartelados en los conventos donostiarras de San Telmo y San Francisco también eran conscientes de este problema. Así, en febrero de 1917 se abrió en el primer recinto lo que se denominó «escuela de reclutas analfabetos». Estaba bajo la dirección del capellán Saturnino Otero, auxiliado por el sargento Vicente Herrero y el cabo José Lemos, según se informó en la prensa local. Tres años antes un maestro nacional de Irun había denunciado con gran acierto la raíz del analfabetismo. Destacó que una de las causas del gran número de iletrados en su municipio era el hecho de que los niños, una vez aprendido el catecismo y comulgado a la edad de 9 ó 1 O años, abandonaban la escuela para dedicarse a las faenas agrícolas, de modo que «la mediana instrucción que han adquirido a esa tierna edad» se les olvidaba por completo. Y cuando cumplían 21 años y se incorporaban a filas la mayoría no sabía leer ni escribir.

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Los republicanos utilizaron comisarios políticos, milicianos y maestros para enseñar, y los franquistas a capellanes militares

Los datos son reveladores. La tasa de analfabetismo en Gipuzkoa en 1900 era del 46,2%. Diez años después bajó al 46,2%, y al 22,4 en 1930. No tiene nada que ver con la situación en 1960, cuando se bajó al 1,5%, frente al 23,2% por ejemplo en Jaén. A partir de esos años se produjo una constante bajada de los porcentajes. Así, en 1991 era del 10,26%, pero llama la atención que a finales de 2006 un total de 2.664 de habitantes mayores de 10 años aún no sabían leer ni escribir.

Reclutas en formación en el patio del Cuartel de Loyola en 1927. Pascual Martin / Kutxateka

Durante la Guerra Civil los republicanos utilizaron a comisarios políticos, milicianos de la cultura y maestros militarizados para la educación de su «masa de soldados», y los nacionales sobre todo a los capellanes militares. Los primeros aseguraban que los reclutas conseguían escribir una carta tras quince días de instrucción. Por su parte, en el caso de los franquistas, además de la enseñanza de la lectura y escritura incluían la difusión de la doctrina católica entre la tropa. Las clases tenían un contenido politizado que mezclaba el patriotismo con la religión: «La letra I era la de «Imperio» o la de «Isabel» (la Católica); la F, la de «Falange»o la de «Franco»».

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Tarea educativa e ideológica

Ambos bandos sumaban a la tarea educativa la ideológica, aunque era ante una tropa con un nivel cultural bastante bajo que por ejemplo un capitán gritaba a sus reclutas: «¿De qué color era el caballo blanco de Santiago?», y algunos soldados respondían sin dudarlo, o tal vez temerosos de las consecuencias si fallaban o de que fuera una pregunta trampa: »Negro mi señor». Se decía en son de burla que los analfabetos eran los que más munición gastaban en los combates.

Cuando los soldados avanzaban hacia una posición militar o se encontraban ya en el frente, tal vez porque sentían que la muerte acechaba, era habitual que el soldado analfabeto pidiera a un compañero que supiera escribir y leer que le redactara en su nombre una carta dirigida a su familia o a la novia que aguardaba impaciente su regreso a casa. A veces no era un favor gratuito o altruista, sino a cambio de onzas de chocolate, cigarrillos o latas de sardinas. «Ponle besos, muchos besos», imploraba el iletrado, mientras el 'listo' llenaba la misiva con frases de amor que parecían sacadas de las canciones más de moda en ese momento, y sin olvidar que debía andar con cuidado para que pasara la censura militar. Habría que ver la cara de los padres o de la prometida cuando el recluta iletrado confesara que no había sido el autor de tan bellas epístolas.

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También en Euskadi se intentó enseñar a los gudaris analfabetos. Un ejemplo fue el batallón Leandro Carro, del Partido Comunista de Euskadi, que solicitó a la Comisión de Enseñanza Elemental del Gobierno provisional de Euzkadi, con fecha del 22 de marzo de 1937, una subvención económica para la apertura de una escuela en la que formar en la lectura, escritura y cálculo a 48 reclutas. Un caso similar lo protagonizó el Segundo Batallón Stalin de la Columna Meabe, de las JSU.

Después de la Guerra Civil las escuelas de primeras letras se instalaron en todas las unidades para luchar contra el analfabetismo

En 1939 entre el 15 y 20% de la tropa era analfabeta, por lo que tras la contienda bélica las escuelas de primeras letras se instalaron en todas las unidades para luchar contra el analfabetismo. Los reclutas debían realizar un examen de nivel al incorporarse a filas. En función a su resultado eran separados en grupos de un nivel parecido. La dirección estaba a cargo de un capitán o de un capellán castrense, con el auxilio de oficiales de complemento y soldados de la unidad que tuvieran el título de maestros, seminaristas, religiosos de congregaciones docentes o titulados en «facultades que habilitaran para la enseñanza». Estas clases no eximían de la instrucción y las tareas de la unidad, por lo que se realizaban cuando estas lo permitían y hasta que el recluta lograba acreditar una instrucción suficiente. Por su parte, el profesorado auxiliar gozaba de importantes prebendas, siendo reconocidos como soldados de primera y rebajados de servicios de armas o mecánicos, pudiendo comer y pernoctar fuera del cuartel.

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Cinco soldados en el campo de fútbol de Atotxa en 1943. Kutxateka

Tras el juramento, el recluta se convertía en soldado y se incorporaba a su destino. A partir de ese momento, solo continuaban asistiendo a clases teóricas los analfabetos o los que no tuvieran certificado de estudios primarios. El resto de la tropa solo recibía, de manera ocasional, alguna conferencia impartida por oficiales de la propia unidad, oficiales de paso, altos oficiales en visitas de revista, o capellanes castrenses. En contadas ocasiones personal civil impartía alguna charla cultural.

Con el paso de los años los capellanes castrenses fueron sustituidos por maestros o reclutas con estudios. En algunos cuarteles las clases se impartían en un barracón sin pizarra ni pupitres. En ocasiones las libretas y los bolígrafos eran comprados por los improvisados 'docentes', como recordará más de un guipuzcoano que hizo la mili a finales del pasado siglo fuera de casa.

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En los 60 existía un aula en un lugar muy discreto del Cuartel de Loyola a cargo de maestros en servicio militar

En los años 60 en el Cuartel de Loyola todavía existían quintas en las que había un porcentaje de analfabetismo, aunque ya mucho menor que años atrás. Los alumnos disponían de un aula completa, ubicada en un lugar muy discreto justo encima de donde ensayaba la banda de música, pues se consideraba un poco humillante la etiqueta de «analfabeto» de algunos mozos. Las clases las impartían maestros en servicio militar.

Todos los soldados analfabetos que se incorporaban a las Fuerzas Armadas, así como los que carecían del Certificado de Estudios Primarios, recibían clases de extensión cultural. Esto les posibilitaba que al regresar a sus hogares, una vez finalizado su periodo de servicio en filas, los primeros superasen la prueba de alfabetización y la mayor parte de los segundos estuviesen en posesión del Certificado de Estudios Primarios. Las clases de extensión cultural eran impartidas por personal profesional de los tres Ejércitos y por soldados con la titulación adecuada.

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«Perdona las faltas de ortografía»

Un militar que fue director de la «Academia de Analfabetos» afirmó una vez que era una labor ruda, pero satisfactoria por el interés que los muchachos ponían en aprender, y por la inmensa alegría que recibían el día que por primera vez estampaban su firma en un documento o escribían a sus casas. Mandaban las misivas a familiares, amigos y a la novia que no sabía si le renovaría su amor cuando se licenciara. En muchas de ellas la última frase era: «Perdona las faltas de ortografía». Otros preferían no arriesgarse y utilizaban otra fórmula: «Me alegraré que al recibo de esta se encuentren ustedes bien. Aquí comienza y termina mi carta. Es muy corta, pero en ella no puedo desearles mejor cosa».

Ya lo dijo el humorista Miguel Gila: «Siempre he tenido un gran respeto por la gente ignorante, por los que por su condición humilde no han tenido acceso a la cultura. Una de las cosas que más satisfacción me dio durante la guerra fue enseñar a leer y a escribir a los analfabetos».

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Se consideró que a partir de la década de los 60 el analfabetismo estaba erradicado en los cuarteles, pero en los 80 aún había casos aislados

Como se puede ver, el Ejército influyó de una manera determinante durante todo el pasado siglo en la universalización de la alfabetización en la población masculina de 21 años. Entre 1905 y 1909 entre el 40 y el 34% de los reclutas seguían siendo analfabetos. La tasa era similar diez años después, sin olvidar que un año después el Servicio Militar pasó a ser obligatorio y universal en España. En 1910 a nivel de la población en general alcanzaba el 42%, aunque era 18 puntos menos que la media española.

De los 302.300 mozos que sirvieron en el ejército entre 1931 y 1933 unos 76.000 eran analfabetos. Diversos estudios calculan que en 1939 el Ejército español se encontró con un porcentaje de reclutas analfabetos situado en el 15-20%. Entre 1943 y 1946 aprendieron casi el 80% de los reclutas analfabetos, a partir de 1947 la cifra se situó por encima del 90%, llegando en 1965 al 98%, lo que implicaba que a partir de la década de los 60 el analfabetismo había quedado erradicado en los cuarteles, aunque en la década de los 80 todavía se daban algunos casos aislados. Según algunas fuentes, en Gipuzkoa en 1961 la tasa de reclutas, es decir jóvenes de 21 años, analfabetos era del 0,13%, una de las más bajas del Estado. En 1955 el 12% de los reclutas no sabía leer ni escribir.

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Desfile militar por el Boulevard de San Sebastián en 1963. Kutxateka

En este camino fue fundamental que el Estado Mayor decidió en 1961 adecuar el currículo del Ministerio de Educación al ámbito de los cuarteles, prohibiendo disfrutar de permisos a aquellos reclutas «que carezcan del Certificado de estudios Primarios (CEP) o de Escolaridad mientras no hayan demostrado su aprovechamiento en los cursos o enseñanzas que se les den» y sufriendo «recargo de tiempo de servicio necesario hasta obtener el Certificado de Aprovechamiento en los cursos que a tal fin organicen los Ejércitos, que servirá a todos los efectos como Certificado de Escolaridad» . Para ello incorporó a partir de 1964 el denominado «Programa de Extensión Cultural» , por el que debían pasar todos los reclutas que carecieran del CEP.

Clasificados en tres niveles

El primer punto del programa era clasificar a los reclutas y para ello todos los que no lo poseían debían realizar un examen de lectura, escritura y comprensión. Quienes superaban esta primera prueba, tenían que examinarse de cultura general, con el mismo nivel que el utilizado por los maestros civiles en las escuelas de adultos, y en el que se valoraban conocimientos de lectura y escritura atendiendo a ortografía, puntuación, redacción y caligrafía, cálculo y por último preguntas de cultura general como podían ser ¿Quién es Jesucristo?, ¿Qué es el petróleo y su utilización? ¿Qué es el Quijote? etc. Es significativo que en 1968 en España más del 13% de los reclutas eran analfabetos. La nota positiva es que después de cuatro meses de hasta dos horas días de estudio el 90% estaban alfabetizados, siempre según las estadísticas oficiales. Las mismas fuentes destacaban en 1971 que en los últimos cursos se habían expedido certificados de enseñanza primaria a más de 26.000 soldados.

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Soldados en el cuartel de Loyola en 1993. Juanjo Aygües

El resultado de las pruebas permitía clasificar a los reclutas en tres categorías: analfabetos absolutos y relativos, con instrucción primaria incompleta y con instrucción primaria completa, pero sin titulación. Otra clasificación fue por niveles: a) analfabetos absolutos, b) saben leer, c) leen y escriben con algunas deficiencias, d) escriben aceptablemente y saben sumar y restar, e) cultura suficiente para su propio desenvolvimiento, y f) cultura suficiente para colaborar en la enseñanza de sus compañeros.

Gracias a iniciativas como estas, que finalizaron en diciembre de 2001 con la extinción del Servicio Militar obligatorio y universal, en 1975 la tasa de analfabetismo en el Ejército bajó al 3%. Como conclusión, es revelador que el pasado siglo el 40% de los reclutas sin título elemental lo obtuviera mientras cumplía su servicio militar. En la actualidad, para ingresar en las fuerzas armadas es obligatorio tener como mínimo la Educación Secundaria Obligatoria (ESO) o estar en posesión de un título de Técnico.

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