Donostia, 1984: algo salió mal
La exposición de la fotoperiodista Isabel Azkarate en la sala Kutxa de Tabakalera captura la febril vitalidad y un cierto aire a desastre inminente de la Euskadi ochentera
El paro era galopante y los sueldos, raquíticos. Las familias numerosas vivían en pisos pequeños. El VIH ya había comenzado a circular de cuerpo en ... cuerpo. Había no menos de cuatro o cinco organizaciones armadas en las que algunos ingresaban con la misma inconsciencia con la que otros se iniciaban en la heroína. Los atentados siempre se perpetraban bajo la lluvia y al salir de los funerales caía un aguacero. A veces explotaban bombas. Por las calles volaban las piedras y las pelotazos de goma. Los niños iban al circo, proliferaban los conciertos de rock, la cartelera anunciaba espectáculos de varietés, florecieron las artes plásticas y la Nueva Cocina Vasca se gestaba ya en el útero de unos locales que aún no se llamaban 'grastrobar'. En aquella Gipuzkoa ochentera hubo tanto júbilo y tanta muerte que el destilado de esa mezcla aún resulta difícil de digerir. La exposición de la fotoperiodista Isabel Azkarate inaugurada esta semana en la sala de Kutxa en Tabakalera devuelve al caos al que pertenece aquella época a la que ahora queremos poner orden necesitamos, bajo el epígrafe de 'El relato', en un empeño que se adivina estéril porque la vida había entrado en combustión y cada cual se consumía en su propia llama.
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Puestos a elegir una de las fotografías expuestas, que sea la que acompaña estas líneas. Pertenece a un momento del atraco que el joven altzatarra Fausto Galende, de 22 años, y Albino Lauzón Vázquez, de 17, perpetraron el 29 de marzo de 1984 en la sucursal de la Caja de Ahorros Provincial del barrio donostiarra de Herrera.
Galende había salido supuestamente de su adicción a la heroína, pero poco antes de los hechos, una de las hermanas de Fausto descubrió su recaída al encontrárselo bajo los efectos de un síndrome de abstinencia de los de entonces, cuando lo único que podía presumir de 'alta calidad' era el 'caballo'. Los Galende eran una familia humilde de seis hermanos, cuyo padre trabajaba en la mar y cuya madre se las arreglaba como podía. «Quiero curarme», confesó el joven Fausto a su hermana, así que la familia se puso manos a la obra y solicitó plaza en el Patriarca. Para sufragar el inmenso gasto, pidió la ayuda que para estos casos tenía habilitada la Diputación, pero los trámites burocráticos se iban a llevar por delante no menos de un par de meses. Los Galende optaron por dirigirse directamente a la asociación de rehabilitación de toxicómanos y ya se vería más adelante cómo se las arreglarían para abonar las cuotas.
La muestra fotográfica devuelve al caos al que pertenece aquella época a la que algunos intentan poner orden
Por desgracia, nunca tuvieron que hacerlo porque el 29 de marzo, día de la cita para acordar el ingreso, Fausto entró armado con una escopeta recortada y acompañado por Albino, que llevaba una navaja, en esa sucursal bancaria, de la que el primero ya no saldría con vida. Lo que pudo ser un palo 'limpio' se convirtió en un atraco con diez rehenes que se prolongó dos horas y terminó mal.
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Con la Policía rodeando la sucursal bancaria, Galende solicitó la presencia del guardia civil Ángel Zapatero Antolín 'Tolo', adscrito al grupo antidroga y también vecino de Larratxo. Mientras Albino Lauzón se entregaba a la Policía, Galende exigía la entrega de cinco gramos de heroína a cambio de la libertad de los empleados y clientes retenidos. Sólo recibió metadona. A partir de ahí, los acontecimientos se precipitaron: desde un piso contiguo, la Policía asaltó la caja de ahorros por la fachada trasera y la operación se saldó con el suicidio de Fausto por un disparo con su escopeta en la traquea.
Pero esto es Euskadi y la historia no podía terminar ahí. El 14 de junio de ese mismo año era el propio guardia civil Ángel Zapatero quien moría al explotar la bomba colocada bajo su coche, a la altura del número 55 del Paseo de Larratxo, a menos de un kilómetro de aquella sucursal bancaria. Es una historia sin absurda o al menos, sin moraleja.
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Ahora, Julian Schnabel nos cuenta lo mal que ve la ciudad y lo fea que es Tabakalera; algunos se lamentan por el cierre de su pastelería favorita, los cocineros nos decepcionan, las únicas adicciones son al móvil y los heraldos del apocalipsis lanzan sus admoniciones sobre el futuro de una ciudad que, nos dicen, está peor que nunca.
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