Milagros Hijarrubia muestra una foto junto a su marido, Martín Garmendia, en unas vacaciones en las que él ya había enfermado. Mikel Fraile

«Sin darme cuenta, me desfondé. El médico me dijo que tenía depresión»

Milagros Hijarrubia cuidó cinco años de su marido, que falleció de alzhéimer. «Lo que me pesa son aquellos enfados cuando no supe ver los principios de la enfermedad»

Arantxa Aldaz

San Sebastián

Miércoles, 28 de marzo 2018, 06:51

- ¿Tú no le has notado algo raro?

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- Ahora que lo dices...

Aquellas primeras señales del alzhéimer pasaron desapercibidas en casa de Milagros Hijarrubia. Como ocurre en muchos hogares donde se cuela la demencia, los síntomas iniciales de esta enfermedad neurodegenerativa se fueron camuflando entre los olvidos asociados a la edad o al ajetreo diario. «Incluso la persona trata de ocultarlos», cuenta esta donostiarra, puro nervio. Aún hoy, tres años después de la muerte de su marido, Martín Garmendia, le martillea «un sentimiento de culpa» por no haber percibido esos indicios hasta que se hicieron ya evidentes. «Aquellos enfados no los termino de olvidar. Te siguen doliendo. Tenía reacciones bruscas, de impaciencia, que yo no supe entender. Y eso que tenía a mi hermana con alzhéimer». Por eso ahora ha desarrollado una hipersensibilidad que aplica a su entorno. «Que la gente no deje pasar un ‘qué cosa más rara ha hecho’, que pregunte al médico».

Ese remordimiento, dice, es lo único que le pesa de aquellos cinco años dedicados al cuidado de su marido que hicieron mella también en su salud. Sufre todavía vértigos y tiene que mantener a raya la hipertensión, que se le disparó en aquella etapa dan dura, física y psicológicamente. «Me desfondé. Lloraba por todo. El médico me dijo que tenía depresión y me recetó unas pastillas». Hoy solo son el mal recuerdo de aquel sobreesfuerzo de atender las 24 horas del día a un ser querido que se va deteriorando. «Con otra enfermedad te queda siempre la esperanza. Te aferras a ella. Pero con el alzhéimer o cualquier enfermedad neurodegenerativa, sabes que cuando te dan el diagnóstico, la evolución solo va a ser a peor, de forma más rápida o más lenta, pero siempre hacia abajo. Es demoledor».

La luz de alarma se encendió tras una operación de rodilla. Martín se cayó en el garaje. «Nunca volvió a ser él mismo. Al principio el médico nos decía que era cuestión de tiempo, que a veces cuesta recuperarse de la anestesia y de la intervención». La preocupación quedó instalada en casa de este matrimonio, aficionado al monte, que hacía pocos se había estrenado feliz en la jubilación. Aquel futuro se torció cuando, después de meses de peregrinaje de consultas, un neurólogo puso nombre a su preocupación. «Tardamos en el diagnóstico, porque le comentábamos al médico de cabecera, pero no nos derivaba. Tuvimos que ir a una consulta privada», hace constar su queja.

Una segunda operación, esta vez de próstata, aceleró el declive, como si le quitaran el freno al motor y el cuerpo empezara a caer cuesta abajo. Marisol cuenta la pesadilla que aquel ingreso hospitalario supuso. «No se quería tumbar en la cama para dormir y ahí estaba, con sus cables, paseando de arriba abajo por el pasillo de madrugada». Y ella, como siempre, a su lado. El deterioro se hizo también físico. «Se fue torciendo», hasta que dejó de andar.

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Día a día, su marido fue desdibujándose. Al principio, «intentamos hacer una vida lo más normal posible. Él solía hacer las compras. Tuvimos que decir en la tienda lo que le pasaba. Un día nos avisaron de que se había ido sin pagar». Al otro, tardó demasiado en regresar. «Vives con el miedo a que se te pierda».

«Desprenderte de él»

Llegó un momento en que ya ni siquiera dormía. «Se ponía muy nervioso. Lo mismo en diez minutos se levantaba un par de veces. Era una intranquilidad continua». Recurrió a un centro de día y también encontró apoyo en la asociación de familiares de enfermos de alzhéimer, Afagi. Sus hijos fueron otro pilar. «Cuando él subía al autobús, yo me echaba a dormir. Era mi único rato de descanso». La decisión más dura esperaba a la vuelta de la esquina. «A través de la asistente social nos derivaron a la unidad del sueño. Y allí, una neuróloga me dijo: ‘Mila, así no puedes llevártelo a casa. Ni nosotras con dos enfermeras podemos con él’». La residencia, en contra de lo que pensaba, le devolvió la «tranquilidad. Estás con él, pero disfrutándolo. Y empiezas a desprenderte de él, a dormir sola, por ejemplo, pero con una conexión todavía. Pensaba en comprarle unos calcetines nuevos o lo que le hiciera falta». Un 22 de enero de hace tres años recibió la llamada que sabía iba a llegar. Era de la residencia. Habían hospitalizado a Martín por un atragantamiento, un problema frecuente cuando la dolencia está avanzada y los enfermos ya no son capaces ni de comer. Falleció. Meses después, moría su hermana.

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Milagros se permite un consejo: «Que los cuidadores no se resistan a pedir ayuda, porque va en detrimento de su propia persona y de la persona que cuida».

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