«El coronavirus me ha vuelto dependiente»
La urretxuarra Maite Fernández se infectó de Covid en marzo de 2021 y el virus «me ha ido apagando» hasta tener que utilizar un andador para poder caminar
El 25 de marzo de 2021 cambió la vida por completo a Maite Fernández. Es la fecha en la que esta urretxuarra se contagió ... por primera vez de Covid y, desde entonces, sigue arrastrando los síntomas de una enfermedad con la que cada vez le resulta más complicado convivir y que le ha llevado a ser «una persona completamente dependiente». Sufre continuos dolores torácicos, fatiga cognitiva, falta de concentración, dispersión y sensibilidad al ruido, entre otras muchas cosas, que le impiden llevar la vida de antes. «Una vez superada la fase aguda veía que no me recuperaba. Pensaba que poco a poco iría hacia arriba, pero eso no sucedía. Seguía estando cansada y muy mal», relata esta monitora de jangela, que desde entonces no se ha podido reincorporar a su puesto de trabajo. Como muchas personas que están en su misma situación, lucha por que se le reconozca la Covid persistente que padece desde hace casi dos años.
La realidad de estos pacientes es la de una espiral de olvidos, intensos dolores de cabeza, bajo estado de ánimo, problemas respiratorios, mareos o alteraciones digestivas. Así hasta 200 síntomas, tal y como apuntaron en su día Sanidad y las sociedades médicas. Depende del día ese dolor es más o menos intenso. «Para que te hagas una idea, hará cosa de media hora me he tomado cinco miligramos de morfina porque estoy con un terrible dolor torácido y de cabeza, aparte del resto de dolores», dice.
«Después de contagiarme empecé a notar que me iba apagando y que cada vez podía hacer menos cosas»
Ese fatídico día de marzo comenzó una larga travesía que le ha dejado secuelas de por vida. Aunque la fase aguda de la infección «no la pasé relativamente mal», esta guipuzcoana de 50 años comenzó a notar que «me iba apagando y cada vez podía hacer menos cosas. Yo antes era muy andarina y me podía hacer una caminata de más de 10 kilómetros por el monte. A partir del Covid, hacer un kilómetro ya era muy meritorio para mí». Su médico de cabecera, que es «maravilloso» y «nunca me ha dejado de lado», le derivó primero al neumólogo y después al neurólogo. Pero nada, ninguno supo realizarle un diagnóstico exacto. «Yo les decía que al mínimo esfuerzo tenía mucha fatiga, pero ellos me decían que en las pruebas no veían nada y me dieron el alta», relata.
Maite recuerda que estos facultativos le 'recetaron' hacer diversos trabajos. Por un lado, los físicos. «Me decían que tenía que exigirle un poco más al cuerpo». Y también los mentales, como crucigramas o sudokus. «Yo seguía leyendo, aunque muchas veces tenía que retroceder varias páginas hacia atrás porque no me enteraba. Siempre he sido muy lectora y estaba escribiendo un ensayo cuando caí enferma. Desde entonces no he podido seguir escribiendo. Me produce mucho dolor de cabeza el tener que tener puesta la atención en algo», señala. A pesar de poner todos sus esfuerzos y empeño, la cosa no cambió un ápice. «Veía que cada vez iba a peor», reconoce.
Recibir el alta
El 21 de junio de ese año, sin embargo, el Instituto Nacional de Seguridad Social (INSS) decidió darle de alta. Por fortuna, reconoce, «para entonces la escuela ya estaba cerrada», pero pasado el periodo vacacional le llamaron para reincorporarse. «El médico de cabecera me dijo que no, que si no estaba para ir a trabajar me daba la baja. Y así fue. Me dio la baja por trastorno ansioso depresivo. Han pasado seis meses y sigo de baja hasta septiembre. Entonces, ya se verá qué pasa». En ese sentido, lamenta que «no tenemos ningún síntoma que no existiera antes. Lo que sí tenemos es la dificultad de demostrar que estamos enfermos, porque las pruebas que nos hacen no dan evidencia de enfermedad muchas veces».
«Si en cuatro meses he pasado de las muletas al andador, ¿qué va a ser lo próximo? ¿Estar en silla de ruedas?»
En el caso de Maite, «lo peor» le llegó el pasado noviembre. «Ya no podía ni andar 400 metros. Necesitaba más de una hora porque me tenía que estar parando todo el rato para recuperar la respiración». Comenzó a utilizar muletas y, en pocas semanas, los efectos que el Covid persistente están haciendo en su cuerpo le han obligado a tener que echar mano de un andador para poder moverse. «Lo que me viene a la cabeza es que si en cuatro meses he pasado de las muletas al andador, ¿qué va a ser lo próximo? ¿Estar en silla de ruedas? Procuro no pensar en eso, pero sin querer me viene a la cabeza», apunta.
Sin embargo, explica que el SARS-CoV-2 no solo le ha afectado a ella. También, de manera indirecta, a su familia y a la gente que la rodea. Los ojos se le humedecen al hablar de su hija pequeña, de 22 años, y que «prácticamente ha dejado de buscar trabajo para atenderme en casa. Ha asumido un poco el rol de ama de casa. Por eso yo sufro y sé que a ella le está pasando mucha factura porque tiene sus estudios hechos y tendría que estar buscando trabajo», dice con la voz entrecortada.
«Tengo fe ciega en la ciencia, pero ahora mismo los pacientes persistentes estamos dejados de la mano de Dios»
Maite asegura que esta es una enfermedad «crónica, incapacitante y degenerativa», y hace un paralelismo con los primeros años del sida, «cuando no se estaba investigando ni se sabía qué tipo de virus era. Llevamos el mismo camino, con la diferencia que hasta el momento los que tenemos la Covid-19 crónica no nos estamos muriendo». Además del desgaste físico y emocional, también hace mella la invisibilidad de la enfermedad. «Ha habido muchos profesionales que estaban diciendo que nos estábamos autosugestionando», lamenta.
Su esperanza ahora está puesta en la ciencia, en la que asegura tener «fe ciega», pero pide poner más esfuerzos para atajar esta enfermedad porque siente que «estamos dejados de la mano de Dios». «Lo único que quiero es recuperar mi vida», implora.
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