Viajé un siglo atrás, hasta el año 2021, para comprobar con mis propios ojos esa historia que nos contaban de los coches. Pues era verdad. ... Primero me dio ternura aquella tecnología tan pesada y tan torpe, en la que un humano necesitaba meterse dentro de una tonelada de metal y encender un motor para ir quemando una destilación de petróleo que lo propulsaba. La escena resultaba ridícula, me hacía gracia la desproporción entre la pequeñez de las personas y la monstruosidad de aquellos cacharros ruidosos y humeantes que invadían la ciudad. De la risa pasé al espanto cuando vi cómo lanzaban esas moles por las calles, cómo se cruzaban unas con otras y pasaban cerca de los peatones. Nuestros bisabuelos, gente recia, dejaban pocos centímetros de margen con la muerte. De hecho, ni pestañeaban por los miles de muertos y heridos que causaban los coches todos los años.
Tampoco debemos juzgar con dureza los valores de otras épocas. Aquellas gentes encontraban cierto placer en hacerse daño. Algunos temían a las radiaciones del wifi o de los móviles, que no eran ionizantes y por tanto no producían ninguna mutación en el ADN, y al mismo tiempo muchísimos se desnudaban para recibir radiaciones cancerígenas por gusto, rayos ultravioletas que les enrojecían la piel, se la chamuscaban y les estropeaban el genoma. Lo llamaban tomar el sol (!). Me consolé pensando que mis antepasados guipuzcoanos, al menos, tenían pocas oportunidades de dañarse con este método.
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