Al principio resulta pintoresco: las carreteras de Ruanda están abarrotadas con un hormigueo de gente a todas horas; señoras con vestidos multicolores que caminan con ... un balde de aguacates en equilibrio sobre la cabeza, una pila de ladrillos, larguísimas cañas de bambú; niños y niñas que aprovechan el regreso del cole para acarrear un bidón de agua, un paquete de telas, un hato de leña; y sobre todo ciclistas que transportan bultos inverosímiles: sacos y más sacos de patatas, cordilleras de racimos de plátanos, bombonas de gas, ocho colchones amontonados, dos pasajeros, un sofá. En los días previos al Mundial de Kigali circularon mil fotos de ciclistas profesionales pedaleando junto a chavales que esprintaban con sus bicis rudimentarias mientras cargaban, por ejemplo, enormes marmitas de leche.
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En un país donde casi nadie se puede permitir un vehículo, el acarreo de objetos devora una parte enorme del tiempo y la fuerza de las personas. El minibús público en el que viajábamos de una ciudad a otra esquivó a un ciclista que llevaba tablones, invadió el carril izquierdo y chocó contra otro ciclista que venía de frente: estruendo metálico del golpetazo, estallido de cristales, chillidos, el chaval muerto en el asfalto junto a la bicicleta tronzada y su carga de cacahuetes desparramados. En los siguientes días seguimos viendo a ese pobre chico en cada ciclista, sobre esas bicis cargadas que parecen escenas simpáticas y son pobreza, agotamiento, peligro mortal.
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