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Les voy a contar mi experiencia en el Changdu Hot Pot que acaba de abrir en el barrio donostiarra de Gros, en el cruce de ... la avenida de Navarra con la calle Zabaleta, un amplio local de dos plantas que parece gafado porque ha sido ocupado en los últimos años por innumerables restaurantes sin que ninguno haya dado con la tecla.
La llamativa promoción realizada por los impulsores de este negocio y la dificultad para reservar una mesa en los primeros días me picaron el pasado fin de semana para probar la experiencia y contársela en esta carta que hoy les escribo. Mi acompañante no era muy proclive a la experiencia dado que ya había tenido suficiente hace 30 años cuando se casó con quien les escribe y se fue de luna de miel a China. La pobre novia estuvo cuatro días sin probar bocado porque los aromas y texturas de las primeras jornadas del viaje le bloquearon el estómago.
Tres décadas después, y tras haber vivido varias experiencias gastronómicas asiáticas en España y Reino Unido, fundamentalmente, se nos presentaba una nueva ocasión de testar la comida china auténtica con la apertura de este restaurante.
La primera odisea fue pillar una mesa. Depende a qué hora llames, te puede coger alguien que no habla bien tu idioma y entonces te vuelven a llamar ellos y no sabes qué es peor. Intentamos reservar a las 15 horas, pero nos dijeron que no había mesa. ¿Y más tarde? «A las 19 horas», me plantearon. Como no estaba dispuesto a que se me escapara la oportunidad les dije inconscientemente que sí. Haremos merienda-cena, pensé. Fuimos a la hora convenida pero la persiana estaba medio subida o medio bajada, con el personal empezando a limpiar la sala. ¿Pero entonces para que nos dan mesa a esta hora? Tras una breve conversación con la encargada de las mesas nos planteó cenar a las 20 horas, lo que nos pareció la mejor opción dado que nos serviría para dar antes un agradable paseo por la Zurriola y desterrar la idea de que a lo que íbamos era a merendar.
Cuando regresamos al local, ya había varias mesas ocupadas y el personal estaba a pleno rendimiento. Nos sentaron a una mesa muy bien ubicada pero incómoda al ser los asientos una especie de taburetes de madera, lo que solventaron de inmediato, tras conducirnos a una recondita sala a la que se llega después de bajar y subir dos tramos diferentes de escaleras, por un pasillo que hacia las veces de almacén con cajas apiladas de diferentes bebidas.
Una decoración de cartón piedra trataba de sugerirnos que estábamos en Sichuán, la cuna de una singular pimienta de sabor cítrico, una zona en el corazón de China prolífica en bambú y osos panda y el lugar donde primero se utilizó en la historia el papel moneda. El mobiliario es de color 'rojo rojísimo', del techo cuelgan farolillos a tono con luminarias en blanco y amarillo, las paredes son de ladrillo gris y el techo está compuesto de cerchas de madera. Un inmenso dragón dorado completa desde el techo el decorado del comedor principal. Acomodados en nuestra mesa, un amable camarero nos explicó la mecánica de la cena y nos dejó una especie de baberos-mandil para no salir de allí llenos de lamparones.
El hot pot consiste en una olla hirviendo con una, dos o hasta tres tipos de caldo (setas, huesos de cerdo, picante y de tomate) que te colocan en el centro de su mesa y tú eliges lo que vas echando en ella para cocinarlo sucintamente antes de metértelo a la boca con un acompañamiento de diferentes salsas. Primero eliges los caldos. Nosotros apostamos por el de setas, el caldo de huesos de cerdo y el picante en grado 1 (puedes optar hasta 5 grados de picante). El segundo paso es elegir lo que vas a cocinar en esos caldos. Nosotros elegimos las carnes que creímos más nobles (entrecote y angus), seleccionamos también unas setas (de cardo), unas verduras (el tradicional Pak Choi) y un tipo de pasta. También pedimos un bol de arroz frito, que terminó salvando la cena de mi acompañante.
La elección de la pasta no fue muy acertada por nuestra parte porque renunciamos a que nos trajeran unos tenedores (que nos ofrecieron) y, claro, pescar unos fideos dentro de una olla en ebullición con unos palillos de madera (de plástico, más bien) fue una tarea titánica. Entre las salsas por las que optamos estaba una de cacahuete, una de ostras, una de ternera picante y una de hongos. «Por dos euros tienes posibilidad de coger salsas y postres sin límite». Obviamente cogimos esta opción.
Cuando empezaron a traer lo solicitado a la mesa no sabíamos por dónde empezar. No sé si sudaba por los vapores de las ollas, por el picante o por el estrés de no saber en qué orden debíamos comer esa orgía de platos y bandejas que fueron llegando cada una con un papelito que te marcaba el tiempo que debía estar el producto en el caldo: Desde los 15 segundos de la carne a algunos minutos de la pasta.
La cocción de la carne, pese a que era la de mayor calidad (y precio), ofreció un resultado no muy gratificante. El producto te llega a la mesa en filetes finísimos colocados en una especie de volcán de hielo pilé, que tú vas desmontando poco a poco con tus palillos. Una vez pasada unos segundos por el caldo, la carne deja de ser un carpaccio y no llega ser un jugoso filete a la plancha. El aspecto que adquiere la finísima loncha de ternera ribeteada con una pequeña capa de grasa una vez introducida unos segundos en un caldo hirviendo no puede ser más desalentador. La carne roja se torna gris y la grasa que contiene, en vez de ser algo suculento, se torna en una especie de chicle retorcido que no invita mucho a continuar comiendo. Quizás hubiera sido mejor meter a la olla carnes menos excelsas, cortadas en pedazos más pequeños, como vimos en otras mesas (el denominado combo de carne, 26 euros), una opción que ofrece una buena solución para cenas de cuatro ó más personas. Y es que uno puede elegir desde cordero, vaca, cerdo o diferentes tipos de casquería para echar en el caldo. También hay alguna opción de pescado, como las albondigas de gambas, los langostinos o las ancas de rana.
Lo que más apreciamos fueron las verduras y las setas. Si hubiéramos elegido otro tipo de pasta (vi en otras mesas unos gruesos udon que tenían buen aspecto) quizás la experiencia hubiera sido más satisfactoria.
Nuestros sudores se fueron enfriando (literalmente) conforme se acercaba el final de la cena con los postres que elegimos. Un tarta de manzana y una especie de hojaldre con crema que cogías de un frigorífico con puerta de cristal. Nos bajaron la temperatura corporal porque no les habían dado suficiente tiempo para... descongelarse. Lo que quiero decir es que no eran unas tartas heladas sino que estaban congeladas y aún no se habían atemperado.
Pagamos los 74 euros (tomamos 3 cañas de cerveza) y nos fuimos a dar un segundo paseo por la Zurriola, que fue lo más agradable de una tarde de domingo en la que el verano empezó a llamar a la puerta de la ciudad y en la que Sichuán fue solo un recuerdo.
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