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Teresa Abajo
Lunes, 23 de julio 2018, 07:04
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Los habitantes de Kwai no han visto 'El puente sobre el río Kwai', que hizo millonario a William Holden». Manu Leguineche sabía cómo captar la atención del lector con pocas palabras, incluso cuando tomaba notas. Autor de cuarenta libros e innumerables crónicas, viajó por todo el mundo con la curiosidad intacta y la mirada bien entrenada. Su pasión por el cine se revela en muchos detalles de su archivo personal, al igual que sus vínculos con el colegio de los jesuitas de Tudela donde pasó ocho años interno, hasta los dieciséis.
Sus hermanos, Rosa y Benigno, han depositado miles de documentos, entre cuadernos, crónicas, fotografías y recuerdos personales, en el Archivo Histórico de Euskadi. El Ayuntamiento de Arratzu, el pueblo donde nacieron y donde descansa Manu, fallecido en 2014 a los 72 años, ha hecho de intermediario entre la familia y el Gobierno vasco para cumplir su voluntad de que este legado trotamundos se quedara en Euskadi. También han contado con la colaboración de dos periodistas con los que compartió trabajo y vivencias, Raúl Conde y Pedro Aguilar. De momento, solo han completado la primera parte del viaje.
El resto les toca a los profesionales del Archivo, y será un proceso largo. Tienen que transcribir manuscritos y catalogar la información que contienen cuatro cajas llenas de cuadernos, diez de diapositivas, doce de artículos de prensa y al menos una decena de carpetas. El objetivo es subirlo todo a internet, relacionando fotos y textos, para que pueda servir de material de consulta y estudio. De testimonio de una época y de una manera de contarla que no se aprende en las facultades ni a golpe de clic.
Manu Leguineche fue un maestro de lo que hoy se llama periodismo lento, antes de que la tecnología acelerara y, como él decía, «enfriara el oficio». Se documentaba a fondo para entender lo que pasaba en el mundo sin perder la capacidad de sorpresa. En aquella «tribu» de la que le nombraron jefe, lo difícil no era solo conseguir buena información, sino hacerla llegar al periódico. Arturo Pérez-Reverte, por ejemplo, le entregaba a veces sus textos para que los enviara.
Ganó todos los premios de periodismo y el Euskadi de Literatura -por 'El club de los faltos de cariño'-. Su obra es bien conocida, pero en su archivo personal hay claves por descubrir sobre su vida y su oficio. Ya han empezado a inventariar las más de 3.000 fotografías, muchas de ellas en diapositivas guardadas en sobres con nombres como 'Afganistán', 'Perú', 'Yugoslavia' y 'Gibraltar', siempre con fecha de revelado. «La mayoría las hizo él, en otras aparece», afirma el director del Archivo, Borja Aguinagalde. Los técnicos las guardan en hojas de poliéster para su conservación, «pero aun así el color se va degenerando. La forma de salvaguardar este patrimonio es digitalizarlo»
Acostumbrados a manejar todo tipo de documentación, los profesionales del Archivo nunca habían recibido un depósito tan especial, un mosaico de detalles personales sobre el mapa del mundo en la segunda mitad del siglo XX. «Nos va a costar tiempo y dinero, pero aquí hay una mina», asume Aguinagalde. «Esto es una aventura. ¿Que va a salir algo interesante? ¿Que merece la pena? Seguro».
Sus cuadernos de viajes
«No esperaba que tantos amigos se reunieran en Ferraz 27 para despedirme». Entre los cuadernos que llenan cuatro archivadores hay uno de tapas negras y forrado que lleva por título 'El camino más corto', igual que el libro con el que fue pionero en la crónica de viajes y despertó muchas vocaciones. Narra su vuelta al mundo en un Toyota Land Cruiser junto a un grupo de reporteros norteamericanos. Se unió a la expedición en 1965, con 23 años, pero el libro no se publicó hasta 1978 porque al principio nadie lo quería editar, y en 2016 volvió a las librerías. Con tinta verde y entusiasmo de colegial, trazó el itinerario en las primeras páginas de su cuaderno. Tánger, Rabat, Egipto. «Después de haber sufrido el paso del desierto, la llegada a Alejandría es explosiva». En junio llegaron a Damasco - «en Siria cambia el panorama completamente»- y en julio a Irán, con 48 grados. «Un país tan grande como España, Gran Bretaña, Francia y Alemania, y en el que la sexta parte es desierto», anotó.
Solía decir que un viaje empieza siempre en una librería. En sus cuadernos, de todos los colores, algunos franceses, otros hechos en Costa Rica, apuntaba con letra apretada y bastante legible sus primeras impresiones junto a los datos básicos de cada país. Uno de los más interesantes es el de Asia. «Fantástico: en el autobús no dan billete a extranjeros», escribió al llegar a Tailandia. «Aquí el americano es como un elefante entre un rebaño de ovejas, con pantalones llamativos. El europeo se camufla más».
Curtido en varios frentes, le marcó la guerra de Vietnam, que definía como «el más desafortunado país del mundo». Su desgracia «comienza mucho antes de agosto del 64», cuando Estados Unidos entró de lleno en el conflicto. Allí aprendió «los principios de la guerra antiguerrilla. Siempre pensando en el cambio de situaciones, flexibilidad. Lo principal es el adoctrinamiento político. Debe convencer al pueblo». Y en Irán tomó nota de los contrastes «entre la moda de París y el chador». «Se pierde uno en Teherán, accidentes en la calle, terribles taxistas». Sobre todo, «¡que no nos tomen por árabes!». Seguro que más de una vez a lo largo de sus viajes recordó el proverbio que alguien le enseñó aquel verano. «Donde está tu alfombra, ahí está tu casa».
Su pasión de cinéfilo
Si algo le gustaba a Leguineche casi tanto como escribir era el cine. «Era una cosa increíble», comenta su hermana Rosa. «Incluso montaron una productora que duró dos días». Cuenta con orgullo que fue jurado de la Seminci, otro de sus lazos con Valladolid, la ciudad donde estudió y donde aprendió el oficio en 'El Norte de Castilla'. Entre sus muchas acreditaciones, conservaba con especial cariño la de la prensa cinematográfica.
En la gran pantalla encontró otra forma de viajar y de mirar, una inquietud que siempre llevaba en la maleta. Merece la pena llegar hasta el final de uno de sus cuadernos solo por encontrarse con sus «impresiones alrededor del mundo», una improvisada guía para cinéfilos que empieza en Marruecos, donde era palpable la «influencia francesa». En Argel le pareció «muy caro» el precio de las entradas, en Tripolí le costaba ver la imagen porque «los tres subtítulos en árabe, francés e italiano ocupan casi todo el plano». Beirut le causó impresión. «De pronto, una chica desnuda. No salgo de mi asombro».
En Jerusalén había «en todas partes cines grandes, modernos, con nombres americanos». Kabul le decepcionó porque «ponían películas muy malas». Nada que ver con la pasión de India, donde este arte «se vive como necesidad. No tenemos para comer, pero sí cine». En Delhi había «cine a las ocho de la mañana en tiempos de guerra, y el pueblo pendiente de la proyección». Algo le resultó familiar en el nodo indio, «de risa, casi como el español. Aquí también saludo a la bandera». En Darjeeling pudo disfrutar del cine «a 4.000 metros de altura» y en Birmania encontró «buenas salas y películas a pesar de la xenofobia del gobierno».
Sus recuerdos más personales
«A los Reyes Magos les pediré muchas cosas pero no juguetes, sino libros y cuadernos», escribía a sus padres desde Tudela un chaval de 9 años en diciembre de 1950. Ya apuntaba maneras en el colegio San Francisco Javier, donde estuvo ocho años interno. Cuenta su hermana que «tenía una linterna para leer por la noche en su cuarto», e incluso impulsó un boletín de noticias. Del colegio conservaba apuntes de literatura y comentarios de texto, sus notas y una caja de latón llena de medallas al mérito. Siempre llevó consigo lo aprendido en Tudela.
Al igual que su letra, su rostro fue cambiando. El estudiante de la Facultad de Filosofía y Letras de Valladolid lleva corbata, el periodista tiene el pelo revuelto y gafas de sol. Guardó numerosas acreditaciones, algunas con fechas históricas como el 19 y 20 de noviembre de 1985, cuando se reunieron Reagan y Gorbachov, y al menos siete pasaportes en los que ya no había espacio para más sellos. Lo que nunca caducó fue su carné de la Federación Internacional de Mus, un reconocimiento «a perpetuidad» que le obligaba «a informar al contrario de su superioridad en este arte».
Siempre viajaba con poco equipaje, pero en la casa de Brihuega, en Guadalajara, donde pasó los últimos años de su vida se permitió el lujo de almacenar retazos de lo que para él era importante. Por ejemplo, sus invitaciones permanentes para Bocaccio, la discoteca de moda entre artistas e intelectuales, y dos habanos de la marca filipina 'La flor de la Isabela' con su nombre en la vitola. Detrás de ellos habrá una historia que quizá salga a luz cuando se cataloguen los fondos y se hilvanen tantos recuerdos. Algunos inolvidables como la carta de Miguel Delibes, su mentor y maestro en 'El Norte de Castilla', que recibió en junio de 1973, tras leer el libro sobre el «jesuita prohibido» López Alegría en el que participó. «Como todo aquello en lo que metes la mano, es una síntesis apasionante que empecé hojeando y terminé enfrascado en ella durante más de dos horas».
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