La Berlinale llega a su 70 edición, uno de esos aniversarios redondos que vienen bien para echar la vista atrás y afianzar la solera. Pero ... la celebración le pilla al festival en plena mudanza. El director que le dio forma y fasto en los últimos 20 años, Dieter Kosslick, lo dejó al término de la pasada edición, porque ya había cumplido sus 70 años. Le sustituye una dirección bicéfala, con Mariette Rissenbeek como directora ejecutiva y Carlo Chatrian como director artístico, quien ya nos contó en estas páginas, en el pasado junio, por donde debía ir la reformulación de Berlín.
Es un año diferente también porque esta vez los Oscar se han adelantado a la Berlinale y la 70 edición se ha tenido que ubicar al final de febrero. Un trueque significativo, toda vez que durante muchos años Berlín ejercía de preludio y escaparate de al menos un par de títulos que tenían buen papel en los Oscar. Esa fórmula estaba flaqueando en los últimos años y la relación entre los grandes festivales y los Oscar se ha concretado más en Cannes y Venecia. El cine con carga reivindicativa politico-social ha sido otra seña de identidad de Berlín, que sigue siendo uno de los tres grandes festivales europeos, y tendrá que mantener un atractivo mediático.
La identidad de los festivales a veces se trasvasa con el movimiento de sus directores. Chatrian viene de dirigir Locarno, con su apuesta por un cine de autor exigente y que no aspira a grandes públicos, y parece haber llevado a Berlín su dominio de ese campo: estrellas del cine de los márgenes, valga la contradicción, pueblan la competición oficial (Hong Sangsoo, Philippe Garrel, Abel Ferrara, Tsai Ming-Liang o Rithy Pahn), algunos de ellos frecuentes en Berlín, como Sally Potter, Delépine y Kervern o el alemán Christian Petzold. Todos ellos muy pujantes directores en el camino paralelo a lo que se entiende como alfombra roja.
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