«Siempre he seguido mi propio camino»
La exposición que le dedicará San Telmo en 2020 dará visibilidad a la obra fotográfica de Antton Elizegi
Antton Elizegi (Lasarte-Oria, 1938) aun guarda el cajón Kodak de su padre -un SIX-20 Brownie Junior, para más señas- con el que, ... a los 15 años, hizo su primera fotografía: un retrato de su hermana Malú. También conserva las restantes cámaras que le acompañaron durante más de 50 años; desde principios de los años 60 hasta que, en 2010, realizó su último disparo.
«Deje de hacer fotos cuando me empecé a notar duro de movimientos, cuando ya no podía tumbarme en el suelo y hacer la foto que quería», recuerda. Ni tan siquiera se planteó rebajar el nivel de exigencia y adaptarlo a las limitaciones propias de la setentena. Fue una «decisión lúcida y drástica, para qué andar mareando la perdiz» de la que nunca se ha arrepentido, en la que también influyó la marea digital: «Cuando vi que venía ese mundo, se acabó la fotografía para mí».
En ese ínterin realizó más de 45.000 fotografías, cuya donación al Museo de San Telmo se formalizó el pasado julio. En 2020, el museo donostiarra le dedicará una exposición que sorprenderá a muchos, porque, a pesar de contar en su haber con varias exposiciones y publicaciones y de haber colaborado con otros creadores y con conocidas entidades (Caja Laboral, Kutxa, Orfeón Donostiarra, Coro Easo, Sociedad Fotográfica de Gipuzkoa...), la obra de este fotógrafo que nunca ha vivido de la fotografía no ha tenido una gran difusión y permanece en gran medida inédita.
«No podía vivir de la fotografía, pero no podía vivir sin la fotografía. Para mí ha sido vital». Parece una paradoja, pero en realidad es una descripción muy precisa de la trayectoria fotográfica de Antton Elizegi.
Una continua búsqueda
Él la describe así: «No pude ser fotógrafo profesional porque era incompatible con la profesión con la que me ganaba el pan. Podía haberme dedicado a bodas y comuniones, pero era lo que más aborrecía. Por lo tanto, opté por una fotografía muy íntima y personal, por hacer siempre la fotografía que quisiera. Así surgió y así se desarrolló, y la fotografía se convirtió para mí en una actividad fundamental, con todas las restricciones que tenía, que fueron muchas».
Esa opción no le salió gratis. «Mi instinto me decía que hiciera las cosas que me parecía que tenía que hacer. He seguido mi propio camino, y soy consciente de que eso ha tenido un coste. Ha hecho que mi fotografía no haya sido muy conocida por el público, entre otras cosas porque tampoco la divulgué. No tenía tiempo».
«El hecho de no haber sido fotógrafo me ha permitido ser fotógrafo», asegura Antton Elizegi. No preparaba mucho las fotos -«no tenía tiempo de pensar, la intuición siempre me ha funcionado bien»- pero construye cuidadosamente las frases, buscando la palabra precisa. La búsqueda podría ser, de hecho, el hilo conductor de una vida en la que es difícil disociar la experiencia vital y la producción fotográfica.
La biografía de Antton Elizegi está llena de quiebros, de giros a menudo duros y de decisiones improbables que han terminado ordenándose con cierta lógica. «De sorpresa en sorpresa, de sopapo en sopapo» ha ido viviendo y fotografiando Elizegi que, después de aquellos primeros pinitos con el rudimentario cajón de su padre, tuvo un acceso de lujo a la fotografía -«de lujísimo», precisa- en la Escuela de Aprendices de Laborde Hermanos de Andoain a la que se incorporó «siendo un chavalito», previo paso por las Escuelas Cristianas, de las que salió con la sólida formación en dibujo técnico que, finalmente, fue la base de su vida profesional.
Entre los recuerdos de aquella época predominan los buenos: «Había un laboratorio fotográfico muy bien montado, muy moderno para la época, que se utilizaba para las fotos de los propietarios y, sobre todo, para fotografía metalográfica, con un microscopio estupendo que hacía fotos y era un elemento casi fundamental para el trabajo de la fábrica. Allí pude aprender con las máquinas más modernas lo que por mi cuenta habría sido imposible. Al chaval rematadamente tímido que yo era entonces aquella experiencia le abrió los ojos...».
Pero, estando ya «abocado a la fotografía», los ojos se fijaron en otro objetivo, algo que le sucedería en varias ocasiones. Primero pasó siete años en el Seminario Diocesano de San Sebastián, «que fundamentalmente se montó para hacer curas franquistas con gente vasca». «Lo pase muy mal, no logré adaptarme. Fue un batacazo muy interesante, pero muy fuerte», recuerda, salvando de la experiencia su encuentro con la Filosofía.
Decepcionado con su experiencia en el Seminario, se sumó a una comunidad de curas obreros en Toulouse. «Vivíamos en una chabola más o menos organizada cinco o seis. Me dieron una bici y me mandaron a buscar trabajo». Lo encontró sin mucha dificultad como ajustador en la fábrica en la que se construían los turborreactores Caravelle. En un momento dado, «no pude con todo aquello. Exploté física y psicológicamente, y volví a casa con una depre de caballo». La recuperación fue larga. La parte buena es que conoció a la que más adelante sería su mujer -y persona fundamental en su vida-, Mabel Telletxea.
«No podía vivir de la fotografía, pero no podía vivir sin la fotografía. Era vital»
«Los temas que más me han interesado son el pasado de nuestro pueblo y la naturaleza»
«En mis fotografías hay invierno, niebla, lluvia... Ese era el mundo en el que me sentía a gusto»
Finalmente se recuperó, y tuvo que preguntarse «¿qué hago yo en la vida?». La respuesta vino de su formación en dibujo técnico, que le permitió pluriemplearse en Obras Públicas y en un estudio de arquitectura. Empezó a estudiar para aparejador, volvió a la fotografía...
Todo iba bien. Hasta que el Ejército le recordó, pasados los 25, que tenía pendiente la mili. «Otro sopapo que me dejó sin nada otra vez», acrecentado por el hecho de que en el sorteo le tocó El Aaiún, la capital de aquello que se llamó el Sahara Español, que ya empezaba a estar revuelto para cuando llegó Elizegi. Su particular 'historia de la mili' está repleta de anécdotas, pero a los efectos que nos ocupan interesa una: se presentó a un concurso fotográfico en El Aaiún, y ganó. La popularidad que le acarreó el premio en el cuartel fue efímera, pero le recordó que la fotografía seguía ahí.
Fiel al blanco y negro
Finalizado el servicio militar, encarriló su vida de adulto un modo que puede considerarse convencional. Una trabajo como delineante en un estudio de arquitectura, que comportaba largas jornadas; una familia que iba creciendo... Y, por supuesto, la fotografía, «a la que, la verdad, no le saqué mucha rentabilidad. Lo que tampoco es es de dónde sacaba el tiempo para hacer fotos».
Elizegi vivió la época, bastante dorada para muchos artistas, en la que la iconografía que podría calificarse de identitaria brilló en todo su esplendor. Sin embargo, no se encontrarán en su obra muchas de esas representaciones idílicas, casi pictóricas, del imaginario vasco. «Hay que reconocer que no era muy convencional», admite. Ni muy dado a hacer concesiones, tampoco en materia fotográfica. A costa, reconoce, de la popularidad y sus derivadas.
Siempre fue fiel al blanco y negro y a los temas que le interesaban, «que era fundamentalmente el pasado de nuestro pueblo y, sobre todo, la naturaleza». La naturaleza como motivo principal, o como elemento que impregna todo lo demás. Nunca preciosista, ni bucólica, ni idílica ni, si se quiere, 'bonita'.
En sus bosques, en sus txorimalos, sus caseríos en ruinas, en las innumerables fotografías de árboles -conserva una, hecha en los momentos más difíciles, que explica su relación íntima con la fotografía- , hay «invierno, niebla, lluvia, dureza. Ese era mi mundo, el mundo en el que me sentía a gusto. El verano me echaba para atrás, me parecía incómodo y desagradable».
Escapadas en solitario y expediciones familiares iban proporcionando el material con el que ha construido su obra «de foto en foto». «Ahora los fotógrafos parece que tienen ametralladoras. Yo hacía las fotos de una en una, pensándolas bien, ahorrando, porque los carretes eran caros, como las cámaras o el material del laboratorio. Desde el punto de vista económico, fue un esfuerzo importante, aunque creo que eso fundamentalmente lo habrá parecido mi mujer».
Su obra, sin embargo, no se resintió a causa de las estrecheces: «Cuando andaba escaso de material, que era siempre, conseguía hacer las fotos que quería antes de que se me acabara», asegura, rodeado de sus cámaras y de las obras que dentro de unos meses compartirá con el público.
«La exposición va a ser una sorpresa enorme para mucha gente»
Todavía no hay fecha para la exposición que recogerá una amplia muestra de la obra fotográfica de Antton Elizegi y que estará comisariada por la historiadora del arte María José Aranzasti. Ambos siguen trabajando codo con codo en la preparación de una muestra que contará con el valor añadido de exhibir -con la salvedad de algunas ampliaciones- fotografías originales en el formato 20x30, el más utilizado por Elizegi.
Él está viviendo el proyecto «con ilusión. Como una cosa extraordinaria pero, hasta cierto punto, lógica, aunque ya nos ha costado...». Además de elogiar «la tenacidad» de Aranzasti y «la acogida» de San Telmo, asegura que tanto él como su familia están encantados de que su colección «forme parte del patrimonio de todos. ¿Dónde va a estar mejor que en el museo?».
Tampoco hay un adelanto de contenidos, pero previsiblemente seguirá el esquema que guía la obra de Elizegi, estructurada -siempre con la naturaleza en su mayor parte- en series como las dedicadas, por ejemplo, al txakoli, a los pueblos de Gipuzkoa -que en su día lucieron en las respectivas sucursales de una caja de ahorros- a los caseríos, al desmantelamiento industrial, a los 'muñecos rotos' que dejó la droga...
Y a muchos artistas coetáneos. «Siempre he dicho que tenía que haber sido pintor, pero como no pude, por un mecanismo de compensación primero me acerqué a Juan Luis Goenaga, con el que tenía relaciones familiares; luego a Zumeta; luego a los amigos de los amigos... A raíz de eso empecé a hacer fotos de pintores y escultores, con los que entablé muy buena relación», afirma.
En conjunto, ha compuesto un retrato 'sui generis' pero muy completo de medio siglo de historia vasca y guipuzcoana. Lo conserva prácticamente íntegro, ordenado en hojas de contactos numeradas, datadas y encuadernadas, y en negativos «perfectamente cuidados». «Con lo desordenado que soy, sobre todo con las cosas que no me interesan, hasta a mí me ha sorprendido ver cómo estaba el archivo», asegura. En cualquier caso, él no será el único sorprendido. María José Aranzasti adelanta que «la exposición va a ser una sorpresa enorme para mucha gente que no conoce la obra de Antton Elizegi».
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