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Cuando se censura un concierto no se impide al cantante cantar, sino al espectador escuchar. Y el censor siempre encuentra buenas y nobles razones, vinculadas a su preocupación por los demás: ahorrarles tentaciones e influencias perniciosas innecesarias. Por supuesto, en el terreno de los resultados ... prácticos nada de esto funcionará y para evaluar las fiestas de Bilbao desde una perspectiva de género habrá que esperar a que terminen. En cuanto a la pornografía que prolifera a un clic de distancia, se situará a dos clic y una contraseña; las apuestas deportivas continuarán funcionando a toda máquina; y los hijos escucharán la música que les dé la gana, como ya dejó escrito Elliott Murphy en la carátula del '1969 Live' de la Velvet. Por supuesto, a los censores todo esto les da completamente igual porque el tema no va tanto de erradicar el pecado como de exhibir en público la virtud, que para unos se encarna en el «Sistema Moral Español» y para otros, en la infumable prosopopeya de campus. A estas alturas, aún es necesario recordar a doctos adultos que no es lo mismo rodar un asesinato que cometerlo, cantar a la velocidad que ir a 200 por hora, narrar en primera persona una relación tóxica que mantenerla, interpretar a un yonki que drogarse. Estamos en la abolición de la imaginación, el único territorio de libertad absoluta del que dispone cualquier hombre, rico o pobre, así se halle en la Estación Espacial o en la más profunda de las mazmorras. Lo que pasa es que ya de niños, cuando jugábamos a policías y ladrones había algunos que voluntariamente se apuntaban a lo primero y, como era previsible, ahora se han hecho mayores y exigen que la canción sea un discurso y si es posible, un sermón.
Así se fabrican monaguillos. Para formar humanos libres habría que enseñarles que la violencia, la droga, el juego, la pornografía, el juego, el fanatismo religioso, el machismo rampante en todas sus formas o los Tanganas de turno no van a desaparecer del escenario a corto plazo, lo que obligará a convivir con todos eso.
Qué tiempos aquellos en los que aquéllos que no podían pisar un bingo sin pulirse los ahorros familiares se limitaban a pedir que se les impidiera la entrada. Por inaudito que parezca, en un viaje increíble hemos traído el chiste de Woody Allen de «cuando escucho a Wagner me dan ganas de invadir Polonia» al terreno de los debates 'serios'. Con Queen me pasa algo parecido: que me entran ganas de pasar la aspiradora. En último término, el «no consiento que con dinero público se contrate a...» nos llevará a un programa de fiestas a base de música instrumental porque hay puertas que si se abren luego resultan muy difíciles de cerrar.
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