Borrar
Las 10 noticias clave de la jornada
Las hermanas Koro y Alicia Saavedra, en el taller de su hermano Alberto en Martutene, en el que aparece su gigante de Altzo en primer plano.

Ver fotos

Las hermanas Koro y Alicia Saavedra, en el taller de su hermano Alberto en Martutene, en el que aparece su gigante de Altzo en primer plano. JOSE USOZ

La huella del Fellini donostiarra

El escultor y artesano Alberto Saavedra, fallecido en noviembre, deja un importante legado de obras. Sus amigos recuerdan su fina ironía, su pasión por la belleza y su mezcla de gentleman inglés y Mr. Hulot, que plasmó en numerosos trabajos

CRISTINA TURRAU

SAN SEBASTIÁN.

Domingo, 21 de enero 2018, 09:07

Necesitas ser suscriptor para acceder a esta funcionalidad.

Compartir

Era divertido, sutil y refinado, un hombre al que le gustaba el lado canalla y contradictorio de la vida: sus personajes eran monstruos, raros, entrañables. Es lo que él quería, que inquietaran o enternecieran. «Indicará que he conseguido hacerlos con alma», solía decir. El escultor y artesano Alberto Saavedra falleció el pasado mes de noviembre y sus amigos y familiares le recuerdan con cariño y emoción. Dejó una importante obra repartida por Europa e intensa en San Sebastián. Decoró durante 20 años la fachada del Principal en la Semana del Cine de Terror, es el autor del Hitchcock del hotel Astoria con el que todo visitante se retrata, renovó las figuras del belén de la plaza de Gipuzkoa, decoró con un busto de Barandiaran las cuevas de Sara, llevó dinosaurios a La Rioja, instaló personajes medulares del donostiarrismo en el colegio mayor Olarain y sus obras están en museos de numerosos países. El recuerdo que deja en San Sebastián es grande. Su amigo Ion Urbieta recuerda dos exposiciones impactantes en la Casa de Cultura de Loiola que dirige. En 1994, 'Terrícolas', con personajes de tamaño natural que luego irían al televisivo 'Crónicas marcianas'. «Fue apoteósica y tuvo mucha repercusión», recuerda. «Un muerto respiraba, el vigilante era ciego, la gimnasta tenía muletas, el domador de circo era enano. Todo paradójico y con mucha ironía». Veinte años después, en 2014, llegó 'Beltz', un recorrido por lo oscuro, en el que todo era negro, incluidos techos y paredes, con el cenáculo de Da Vinci en plan 'canalla' y punky. «Quizás algo presagiaba de su enfermedad», dice.

Destaca Urbieta el gusto de Saavedra de sumar belleza a lo grotesco. «A su fina ironía le añadía su gusto por lo caricaturesco, satírico o chocante, un poco a lo Fellini». Ion Urbieta conoció al artista, siendo adolescentes, en los Boy Scouts de Donostia. Era su jefe: se llevaban 5 ó 6 años. Los dos, de Gros y alumnos de Jesuitas. Han compartido muchas aficiones: el teatro, la danza, marionetas, teatro de objetos, títeres, circo, y hasta los autómatas, «que le encantaban». «También el mundo de la educación. Montó talleres para ikastolas y hace unos años, una colonia de verano sobre expresión artística y teatral en la granja de Kutxa de Oriamendi, en Zabalaga».

Recuerda Urbieta «cómo jugaba con las palabras, su humor con el doble sentido. Y su erudición: era un hombre muy culto, pero humilde y tímido. Era reservado, crítico, transgresor, original, inconformista... muy artista y nada comercial».

«Hacia las cosas por gusto. Tenía encargos de sus clientes pero hacía cosas, perdiendo dinero, porque le gustaban. Se ponía retos. Lo que no había hecho hasta entonces. Tenía mucho conocimiento de la figura humana, de anatomía. Estaban sus animales: vacas y caballos a tamaño natural. Hacía mucho 'atrezzo'».

El síndrome de Stendhal

Viajaron mucho juntos y Urbieta está convencido de que Saavedra tenía el 'síndrome de Stendhal'. «Apreciaba la belleza y eso le podía llevar a sufrir», dice. «Tenía ese espíritu un poco contemplativo. Como artista podía ser perezoso, pero se conmovía ante la belleza. Podía estar contemplando un cuadro muchísimo tiempo. Ocurrió en el Louvre, ante un cuadro de Vermeer. En el Louvre pasamos el día completo, ocho horas de museo».

Repetían exposiciones. En Burdeos fueron dos días seguidos a 'Alicia en el país de la ópera', en el teatro de la ópera. «A los dos nos encantó. Era un montaje muy teatral y reciclaba elementos de representaciones de ópera». En París podían ir al cementerio de Père-Lachaise y repetir visita. (Saavedra idearía a la muerte de su madre la Virgen de la Rosquilla, hoy en el cementerio familiar de Polloe, por los dulces que preparaba). Museos de cera, de títeres, recopilaciones de arte menor... todo le interesaba. «Varias veces fuimos al Topic de Tolosa».

Le gustaba reciclar materiales y ropa para sus creaciones. Decía que era el mejor cliente de Traperos de Emaús. «Era un hombre concienciado con el planeta, radical en su originalidad, una mezcla de gentleman inglés y del Mr. Hulot de Jacques Tati. Tenía algo de Charlot y de Pantera Rosa... Iba mucho al cine y al teatro pero no se quedaba a un sarao. Un poco elevado sin ser místico, con esa reserva y contención».

La mano de Saavedra

Trabajó Ion Urbieta en una época muy dura en el Victoria Eugenia. «Se caía a trozos antes de la reforma y sentía que me habían tirado a los leones», dice. «Alberto vino a mi despacho con una gran mano que había hecho con espuma. 'Vengo a echarte una mano', dijo, y me la tiró encima de la mesa».

Guarda aquella mano, igual que José Luis Rebordinos tiene en su despacho uno de sus cuervos. «Alberto Saavedra siempre será 'Tito' para mí», dice el director del Zinemaldi. «Fue una parte importante de aquellas casi primeras (libres y salvajes) Semanas de Cine Fantástico y Terror. La Semana no hubiera sido la misma sin sus muñecotes, sin sus brillantes y esperadas decoraciones de la fachada del Principal. Nos unía la ilusión y la pasión por un proyecto común y siempre lo sentí cercano. Ahora que Tito ya no está entre nosotros, su recuerdo y este cuervo me acompañarán siempre».

Paco Marín, físico e impulsor de Olarain, pidió a su hija Maribel, periodista, el contacto con el autor de la fachada 'terrorífica' del Principal. «Nos conocimos en el colegio mayor, estudiando la posibilidad de colocar en su fachada grupos escultóricos de una temática inconcreta en aquel momento», dice. «Era el 2005».

«Después de los imaginativos y preciosos bocetos que nos iba presentando -arlequines, niños jugando, personajes de la Belle Époque...- optamos por estos últimos. El proyecto le gratificó: ciudadanos de San Sebastián que permanecerían en la retina de miles y miles de personas que admirarían una obra escultórica duradera y de libre acceso a quien quisiera contemplarla».

Para Marín, «Tito fue un escultor genial». «Con su humildad y fina ironía, en una ocasión nos dijo sonriente, señalando el frágil material que utilizaba, 'Que reviva Txantxillo es fácil. Está ahí dentro'».

«Además de escultor, Tito era una persona de una cultura polifacética extraordinaria. Pero por encima de todo, fue un hombre bueno cuyo recuerdo perdurará en su obras, reflejo de su calidad humana».

José Mari Unsain, que junto a Soco Romano fue director del Museo Naval de Donostia, recuerda con cariño el 'Andrés de Urdaneta' que le encargaron para la exposición 'Los vascos y el Pacífico'. La escultura del navegante y cosmógrafo fue donada después al Ayuntamiento de Ordizia, su pueblo natal. «Fue un placer trabajar con Alberto», dice.

Reporta un error en esta noticia

* Campos obligatorios