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Un pesimista en la silla de San Pedro
perfil | Joseph Ratzinger

Un pesimista en la silla de San Pedro

Riguroso, brillante, inflexible, austero y afable, el nuevo Papa mira el mundo y el interior de la Iglesia de forma sombría

CÉSAR COCA

Miércoles, 15 de mayo 2013, 17:55

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Joseph Ratzinger contempla el mundo con mirada sombría y eso ha marcado su vida. La biografía del Papa es un recorrido por un mundo en crisis y una Iglesia enfrentada a enormes dificultades, en la que él ha jugado el papel de guardián de la ortodoxia. Nació el 16 de abril de 1927 en Marktl am Inn, en Baviera, hijo de un comisario de Policía que daba clases en sus horas libres para sacar adelante a su familia. No tenía aún dos años cuando el Vaticano y Mussolini llegaron a un acuerdo por el que la Iglesia, que apenas unas décadas antes extendía sus territorios por media Italia, quedaba recluida en cuanto a sus límites a su actual medio kilómetro cuadrado. No había cumplido aún los seis cuando Hitler llegaba al poder y comenzaba el metódico exterminio de judíos ante el que la Iglesia reaccionó con demasiada pasividad.

En los últimos meses de la Segunda Guerra Mundial, el futuro Papa fue reclutado y prestó servicio en las baterías antiaéreas. Cuando llegó la paz, Ratzinger estudió primero Filosofía en Freising y luego Teología en Múnich. En la capital de Baviera, centro del catolicismo alemán, terminó su tesis doctoral sobre San Agustín, y quedó muy influido por el pesimismo de las últimas obras del filósofo y por la propia depresión de una ciudad que tardó décadas en recuperarse de los desastres físicos y morales de la guerra.

Ordenado sacerdote en 1951, las dos décadas siguientes fueron las de su proyección como teólogo de enorme solidez que pronto alcanzó prestigio internacional. Son los años de su paso por las universidades de Bonn, Tubinga y Munster, y de su intervención en el Concilio Vaticano II como consultor del arzobispo de Colonia. Allí, Hans Küng y él se convirtieron en los favoritos de Juan XXIII; los dos, progresistas, abiertos, inteligentes. Eran también los años en que figuraba entre sus alumnos un joven brasileño cuya brillantez no era menor: Leonardo Boff.

En 1977, fue nombrado primero arzobispo de Múnich y apenas dos meses más tarde cardenal. Ratzinger ya había evolucionado hacia posturas más conservadoras. Cuando el Papa Juan Pablo II le nombró prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el órgano de la Iglesia que sucedió al Santo Oficio, sabía lo que hacía. El cardenal alemán, el 'Panzer Kardinal', como se le conocía en Roma, se aplicó en la vigilancia de la ortodoxia con un celo inusitado: ha amonestado a teólogos casi al mismo ritmo al que Juan Pablo II abría procesos de beatificación (han sido 140 los afectados), se ha opuesto férreamente a que la Iglesia discutiera el sacerdocio de las mujeres y el celibato sacerdotal, desmanteló la teología de la liberación que se había extendido en los años ochenta por América Latina, rechazó tajantemente la posibilidad de una regulación civil del matrimonio entre homosexuales (con una reciente crítica a las iniciativas del Gobierno de Rodríguez Zapatero), criticó con dureza la idea de que Dios puede hallarse también en otros religiones, lo que estuvo a punto de echar por tierra el diálogo ecuménico e interreligioso, y descalificó a numerosos sacerdotes que a su juicio son «demasiado creativos» y convierten «la misa en un espectáculo». Pocos cardenales han dicho tantos 'noes' a lo largo de su trayectoria. Pocos han pedido tantas veces silencio: lo hizo al reclamar que los cardenales no hablaran sobre los retos de la Iglesia; lo hizo también en 2001, cuando recordó a la Iglesia estadounidense su deber de no comentar en público las denuncias de abuso sexual de que habían sido objeto algunos sacerdotes.

Su antiguo amigo Hans Küng, apartado del derecho a enseñar en nombre de la Iglesia, ha dicho de él que cuando se pasan tantos años en un cargo como el de prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, estudiando expedientes de denuncia y demandas, obligado a amonestar y condenar, sólo se puede ser pesimista. Y debe ser cierto, porque en ocasiones ha hecho diagnósticos muy sombríos sobre el estado de la cristiandad, socavada por una fe débil de la que buena parte de culpa a los sacerdotes.

Fe profunda

Su rigor teológico, su brillantez intelectual (ha escrito varias decenas de libros y es autor de numerosos artículos; también lo es del Catecismo en vigor) y su importante papel en el Vaticano, dado que ha sido el 'número dos' efectivo de la Iglesia durante años, se unen a una gran afabilidad. Sus próximos le definen como un hombre tímido, bondadoso y austero, amante de la música de Mozart y de la lectura. Y hablan también de un hombre de salud delicada, que sufrió una hemorragia cerebral en 1991 y desde entonces pensó muchas veces en retirarse a estudiar y completar su obra. Si no presentó la dimisión hasta que no estuvo obligado a ello (al cumplir 75 años), ha comentado en alguna ocasión, fue porque no se atrevió a plantearlo a un Papa enfermo e imposibilitado pero dispuesto a seguir al servicio de la Iglesia hasta su muerte.

El cardenal Ratzinger estaba tan convencido de su misión en la vigilancia de la pureza doctrinal que nunca temió que le llamaran inquisidor. El no se veía así. Y es probable que tampoco olvide que en Múnich, diócesis de la que fue arzobispo y donde la Iglesia católica tiene más fuerza que en ningún otro lugar de Centroeuropa, los sacerdotes dicen misa de espaldas a los fieles. Como teólogo y como cardenal, Benedicto XVI siempre dio prioridad al fondo sobre la forma.

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