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El legendario surfista Miki Dora
Una estrella del surf, confundido con un etarra

Una estrella del surf, confundido con un etarra

El legendario Miki Dora fue detenido en San Juan de Luz en 1981, al sospechar que era un terrorista

alberto artigas

Sábado, 18 de marzo 2017, 08:01

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El sábado 9 de mayo de 1981 la Avenida Jalday de San Juan de Luz fue escenario de un episodio singular que trajo de cabeza a los gendarmes francés y convulsionó a la juventud surfera californiana. Tras largos días de seguimiento, una patrulla policial detenía a un individuo en el instante que accedía a una cabina telefónica que estaba controlada meses atrás, ante la sospecha de que era utilizada de forma esporádica por un alto dirigente de ETA para transmitir órdenes a los comandos. Cuando los agentes creían haber dado caza a un cabecilla de la organización terrorista, se toparon en realidad con el gran icono del surf americano Miki Dora, huido de la Justicia estadounidense por múltiples delitos. Conocido también como The Cat, Dora fue un rebelde aventurero que se codeó con millonarios y artistas, y que acabó recorriendo el mundo con el FBI y la Interpol pegadas a sus talones.

Todo empezó en los años 60 en Malibú. Miki era un portentoso surfista que en poco tiempo se convirtió en un fenómeno mediático en Estados Unidos. Llenaba portadas de revistas, protagonizaba anuncios de televisión y alternaba en la las fiestas más glamurosas de California. La fama le llevó a entender la vida sin límites. Para él no había reglas y lo mismo se involucraba en robos, como en el tráfico de joyas o divisas, pero siempre sin renunciar a su gran afición de cabalgar sobre las olas. Pronto vio estrecharse el cerco policial y emprendió la fuga.

Llegó a Nueva Zelanda con un pasaporte falso, pero era demasiado popular para garantizar su seguridad y buscó lugares más lejanos donde pudiera pasar de incógnito. Un otoño apareció en Hossegor. Vivía en una camioneta con un perro. A nadie le extraño su presencia. Tenía cierta pinta de vagabundo y su única actividad durante muchos meses fue la de surfear en las playas de Las Landas.

Pasó el tiempo, se confió y su condición de bon vivant volvió a salir a flote. Fue entonces cuando recuperó la vida pública. Era habitual verle cenar marisco en el restaurante Chez Albert, en el puerto de Biarritz, disfrutando de los atardeceres en alguna terraza de Guethary, o en compañía de Frank Sinatra el día que viajó a la villa labortana para actuar en el casino. Logró hacerse con un círculo de amigos, todos relacionados con el surf, y incluso entabló una relación sentimental con una joven llamada Carole. Su don de gentes facilitó su integración total, con la misma velocidad con la que aumentaba su ritmo de vida. De Biarritz viajó para recorrer varias capitales europeas y en compañía de una artista californiano, acostumbraba a disfrutar de la nieve y la montaña en Chamonix, Suiza o Austria. ¿Con qué dinero? Ese era el misterio.

Su detención fue fruto de una rocambolesca cadena de acontecimientos. En los primeros meses de 1981 los técnicos de la compañía telefónica francesa detectaron una anomalía en el funcionamiento de una a cabina pública instalada en San Juan de Luz. Alguien la utilizaba para hablar con diferentes ciudades del mundo pero el gasto nunca superaba los 50 céntimos. Las llamadas se producían al atardecer y aunque eran de larga duración el desembolso económico nunca superaba esa exigua cantidad. Los técnicos pensaron en una anomalía del aparato pero una vez realizadas las comprobaciones, determinaron que no se trataba de una avería sino de un acto delictivo. Alguien manipulaba el teléfono y el mismo sistema fraudulento se repetía en otras cabinas diseminadas en localidades próximas. La compañía telefónica denunció el caso a la Gendarmería, que eludió destinar agentes para investigar el asunto por tratarse de una tema menor.

La historia quiso que esta indagaciones coincidieran con otra operación policial considerada, en principio, mucho más seria y que también tenía a una cabina telefónica como protagonista. Los gendarmes habían detectado que un dirigente de ETA acudía habitualmente a un teléfono público en la Avenida Jalday de San Juan de Luz para transmitir consignas a sus compañeros. El aparato estaba pinchado pero temían que el terrorista se percatara de ello y se diera a la fuga. El sábado 8 de mayo de ese año un hombre moreno y corpulento entró en la cabina para llamar. El retén de policías que vigilaba la cabina le retuvo para identificarlo. El perfil no era de un etarra, pero al comprobar la documentación surgieron sospechas. Unos meses antes, la Audiencia de Bayona había recibido un requerimiento internacional de un juez de Los Ángeles que reclamaba la detención de una persona con algunas características que se asemejaban a las del arrestado en la cabina de la Avenida Jalday. ¿Pero quién era singular persona?. Nada menos que Miki Dora, de 47 años, nacido en Budapest, pero de nacionalidad americana, oficialmente domiciliado en Suiza, propietario de una caravana matriculada en Alemania, que se hacía pasar por Richard Gordon, Leister Gordon y Peterson. Un personaje fuera de lo común.

El arresto fue portada en los medios californianos que de cíclicamente especulaban sobre el paradero del afamado surfista, ídolo de la juventud americana de la época, que encajó la noticia como un mazazo. En el registro de su camioneta, los gendarmes encontraron cinco pasaportes falsos escondidos bajo la alfombrilla. Fue condenado a tres meses de cárcel en Villa Chagrin de Bayona. Le acusaron de falsificación de pasaportes aunque él siempre creyó que le habían arrestado por haber gastado de forma fraudulenta en Biarritz unos 4.000 dólares con una tarjeta de crédito. Después de cumplir la pena en Bayona, y respondiendo a la orden de arresto internacional, fue enviado a California, donde una vez cumplida condena emprendió otro largo viaje alrededor del mundo.

La televisión francesa lo persiguió. Un largo reportaje logró profundizar en los secretos de este peculiar personaje con entrevistas a diversas personas que se habían cruzado en su vida. El documental que trataba descubrir su último refugio, concluía en una playa australiana, donde un Niki Dora, ya mayor, se tapaba la cara en la orilla con la tabla de surf al sentirse descubierto por una cámara. Murió el 3 de enero de 2002 en el pueblo californiano de Montecito. «La vida es pasar el tiempo tan agradablemente como sea posible». Esta era la esencia de su filosofía a la que siempre fue fiel.

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