Prosa prosaica
SANTIAGO AIZARNA
Martes, 6 de marzo 2018, 09:34
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SANTIAGO AIZARNA
Martes, 6 de marzo 2018, 09:34
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Es, en la profusión de opciones, más que en la cortedad de miras -un venablo de atleta jabalinero, de parte a parte, de extremo a extremo— donde se oculta ese ofidio que, en los eremitorios medievos, llamaban 'pecado' y es que se atenían a las palabras del Génesis y a las sombras barrocas por excesos botánicos del Edén y sus desnudeces tan púdicas como 'im', el árbol que bien pudiera parecernos de la familia de los baobab por lo exuberante, la sierpe que repta hasta el cóncavo recuesto de las ramas en ligazón, la manzana más envenenada que la poma de las tres diosas en las turbulentas venustidades tan trapaceras (o tramposas) disponibles para urdir sus intrigas entre las sábanas de Harvey Weinstein y que, entre París y Helena, caminaron paso a paso desde las Hespérides hasta Troya. Cosa de preguntar, en todo caso, al ilustre Flaubert en que boca de mina escarbó más, si en las tentaciones de San Antonio, en Madame Bovary o en Salambó, infiernos celestes en ramillete tan esotérico como en su contrapunto exotérico tan realista.
Son pensamientos que me arrollan y me enrollan y me embrollan (aunque posible fuera que también me arrullan) en la primera hora de la mañana nada más pisar la alfombra a pie de lecho, con las legañas del soñar costrosas aún y tan afines a los letargos, de paso a las abluciones y de camino posterior cabe a mi atalaya, comunión de solitario sedente ante la grey semoviente.
Dejar escritas éstas mis explanaciones mentales, aquieta al menos los ánimos al margen de lo que haya leído en las cifras de las tomas de tensión sanguíneas y sus posibles congojas o no tanto. Lo que pasa es que, una vez puesto a anotar sensaciones es imposible parar la afluencia e influencia de la avenida de las palabras, una inundación tan extremada que lo anega todo, como válgame que sucede, día a día, todos los días, que ya, desde la atalaya, frente a frente, comienza el desfile, no solamente de la calle sino también de mi memoria.
De parecida manera a como me es dado concebir (o no), la esencia, existencia, presencia... divina, que en ello radica, con todo su peso específico el problema de mis (o de mi) hipostasias (o de mi hipostenia o de mi hipotiposis, que es evidente que uno cae aquí en las mandíbulas batientes del diccionario), en claro contraste de no sé qué humores que me avisan de batalla perdida, doy en advertir que sí que se me lanzan, casi alquímicos, raros metales de tintineos sordos como de gigantes que arrastran pesadas cadenas en subterráneos mundos dantescos que, aunque lo atribuya en parte a la época handista en la que vivimos sumergidos o con el tema del gigantismo corpóreo en pugna, se diría acaso, contra el enanismo mental, lo cierto es (o me parece) que los que vuelan o nadan en un protervo espacio (o quién sabe si solamente en terrenos de travesura), son los djins, esos espíritus llenos de ingeniosas diabluras.
Me lo parece, al menos, a través de las estampas con que se va perfilando y llenando la mañana, que, en la soledad de mi senectud -no sé si siempre tan lamentable como se dice puesto que tengo la impresión de que las hay también tan envidiables- doy en reparar en esa imagen que me proyecta otra anterior de tan viejas reminiscencias y resonancias, la de un hombre que andaba siempre en confiteor como todos andamos aunque disimulando algo más esa figura antropomorfita, con sus dos perros, en aquellas viejas latitudes que le pudieron dar la consciencia y la conciencia y la consistencia de una amistad inalterable, mientras que, ahora, aquella efigie se me desmorona y me surge todo mucho más ceniciento aunque nunca me atrevería a denotar dónde está esa umbría, esa tenebrosa conjunción de oscuridades en tantas gamas, que, temeroso como estoy de mis propias proyecciones, igual doy en doblar apuestas y hasta a subsumirme en los problemas con los que se enfrentó o se afrentó Sábato.
Al pairo de atracciones peligrosas, vuelvo la mirada desde la atalaya antedicha y contemplo la fotofija de todas las mañanas: un rincón de un comercio en donde la mendicidad, de tan crueles propuestas, tiende la mano constantemente desde las nueve de la mañana hasta las del atardecer en más o menos organizado relevo, lo que, inmediatamente, esa cazadora neuronal con la que tenemos que haber todos, me remite a otras lecturas cuyos textos tanto tienen que ver con estas vicisitudes, en un decir, de aquel un tal Jan Neruda (1834-1891), (a quien un tal Ricardo Eliécer Neftalí Reyes Basoalto le robó el nombre para hacerlo más universal que en eso consiste el perdón del vil asesinato del plagio) y que nos surtió de estampas más bien mendicantes de la Malá Strana, un pobre barrio de Praga) y también de cómo y 'por qué el Buen Dios quiere que haya pobres', una difícil situación solventada con su 'savoir faire' literario tan especial por aquel un tal Rainer María Rilke (1875-1926), de Praga también, en sus 'Cuentos del Buen Dios' (que aquí termina el asedio y tabarra de mis citas, no sin antes de dejar manifiesta aquella división de gentes de Chesterton (1874-1936) en Pueblo, Poetas y Profesores, que algo lo explica todo.
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