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Hoteles

Francisco apaolaza

Jueves, 29 de marzo 2018, 09:54

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El hotel es la casa del que escapa, desde los minúsculos tugurios de París hasta el Cape Grace del muelle de Ciudad el Cabo, donde a la atardecida en el descansillo de cada planta, un camarero sirve champagne francés. En el universo miniaturizado de la habitación se juega a que todo es nuevo, aunque miles hayan dormido, fornicado, vomitado e incluso hayan sentido un último pinchazo en el pecho y alguien haya avisado de que hay un cadáver en la 215.

En la cápsula del hotel, el ser humano es una voz al otro lado de la pared, el sonido de un enchufe en la madrugada, el chorrito de un pis aliviado a lo lejos, una voz metálica al teléfono marcando el nueve. Todo es obvio y a la vez misterioso, también la relación con el que trabaja para uno, ese ejército de gente que no se ve, de camareras agotadas que saltan furtivas de un lado a otro del pasillo y que solo se dejan sentir acaso en el cariño con el que doblan los calcetines y la delicada intención con la que colocan los jaboncitos en la bandeja. De pronto llega uno de madrugada a la suite y si sabe mirar cae en la cuenta de que esa simetría de champús, geles y pastillas de jabón resulta humana y tremendamente consoladora, pues asegura que hay alguien al otro lado que pensó que a uno le gustarían los jabones así dispuestos, y uno siente su tímida presencia, su dedicación en la manera en la que le dobló el pijama al pie de la cama, acaso en una nota, quizás en un bombón en la mesilla. Es asombrosa la comunicación que se establece con otros sin siquiera verse.

Antes del whatsapp, lo más parecido que había a la amistad en un hotel era un barman o el tipo del servicio de habitaciones que subía el sandwich mixto con huevo. En un palacio de San Remo en el que durmió Eva Perón trabajaba una gobernanta que abría de un golpe la puerta de los huéspedes mientras hacían el amor. Se plantaba en mitad de la habitación en silencio y ante la pareja asustada y desnuda preguntaba airada: «¿Os estáis riendo de mí?».

En los hoteles cabe toda la literatura del mundo, pues son distintos lugares en los que regresar al mismo sitio. En los últimos tiempos y asaltado por los años, que son un criadero de manías, encuentro cierto placer furtivo en los hoteles de los ochenta de la vieja Castilla, esos edificios con señoriales luminosos con tronío de letras amarillas y estrellas con forma de sol, esos museos que fueron lo último que construyó nuestra civilización con afán de durar. Resulta deliciosa esa madera de las mesillas con tapete de cristal, el cabecero a prueba de actores porno, la mesita traída probablemente de algún ministerio de La Habana, el hilo musical y el baño en su totalidad: los vasos envueltos en bolsitas, el precinto en la taza del váter, la cortina de la ducha con un estampado del logo de la casa -un escudo castellano- a juego con los papeles que envuelven las pastillas de jabón de manos, el gorro de la ducha -¿quién demonios usa gorros de ducha?- y toda esa literatura en seis idiomas sobre el futuro del planeta y el detergente que se usa para lavar las toallas. El sueño de la España intemporal son sus hoteles. No los reformen nunca.

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