Esperas
felipe juaristi
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Sábado, 26 de mayo 2018, 12:26
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Sábado, 26 de mayo 2018, 12:26
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Vuela, cargada de solemnidad, una gaviota sobre el cielo apenas pálido de una plaza de la ciudad. Va y viene, como buscando algo que llame su atención enorme, que sacie su curiosidad febril. Hay una especie de carpa, y asientos de madera, donde unas mujeres leen libros grandes, voluminosos, bien editados, como tiene que ser. Hay niños que juegan al balón, y niñas que se intercambian mensajes a través del teléfono móvil, extensión casi de sus dedos y de su mente. Más allá, una pareja de ancianos simplemente espera.
Esperar es una lata, a veces; o una desgracia, según. Pero es lo único que nos hace sentir el peso y el paso del tiempo. Los niños no saben lo que es la espera, viven en un tiempo que se consume a la vez que se vive, en un tiempo que no siente el pasado ni atisba el futuro, en un presente permanente, inmenso, que se dilata a la vez que sus fantasías y deseos. Los jóvenes prefieren no esperar; les resulta humillante y vergonzoso a partes iguales, por lo que, si pueden, se saltan las convenciones y hacen que los demás esperen. Hacer esperar es signo de poder, porque se obliga a otra persona, con la que tenemos una relación, sea de la clase que sea, a asumir un tiempo que quizás no sea el suyo. Hacer esperar es una forma de atar a otra persona a un lugar concreto, mientras los segundos vuelan y las horas se agrietan como edificios vacíos. La espera se vuelve impotencia, y la impotencia puede convertirse en ira o crueldad.
Esperar es un arte, que, como todo, se aprende de mil maneras, y no necesita universidad. Nacemos impacientes, queriendo comernos lo que vemos con los ojos, abrazar las formas que nos aguardan con nuestras manos, recorrer el mundo que se extiende más allá de nuestro cuerpo con nuestros pies. Luego, la premura y la tensión iniciales se aclimatan y se adecuan a la propia existencia, que discurre fluida, más en calma. Aprendemos qué significa la paciencia y, gracias a ella, somos capaces de comunicarnos normalmente con los demás e, incluso, de entendernos.
Miro a los ancianos de la plaza. Se levantan. Caminan, agarrados de la mano. Ella lleva una bolsa negra; él, una de plástico, de un conocido hipermercado. Asoman como lanzas, unos puerros verdes y soleados. Será la comida, supongo. Yo también me levanto. Las mujeres apenas alzan la vista del texto; las niñas ríen y comparten fotos que han guardado en el aparato. Los niños golpean el balón. La gaviota vuela cada vez más bajo.
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