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A la deriva

Cuando el Estado no es capaz de imponer sus propias normas deja de ser Estado y sus normas dejan de ser normas. En Cataluña, hoy el Estado carece de medios para imponer el respeto a su ordenamiento jurídico

J. M. RUIZ SOROA

Miércoles, 4 de octubre 2017, 08:26

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La política española va a la deriva. Ante la más grave crisis que se le ha planteado al Estado constitucional desde 1978, porque es una crisis que afecta no a sus fines o actividades, sino a su misma existencia como Estado, la reacción de la clase política es una de estupefacción: no sabe qué hacer, sencillamente. Y como sucede siempre que la magnitud del problema supera a la capacidad de los actores, estos reaccionan dividiéndose y agrediéndose entre sí. Un planteamiento tan obvio en cualquier sistema político de nuestro entorno como el de formar un Gobierno de unidad nacional (porque de eso va, de que la unidad nacional está en juego) resulta inimaginable en España. Sugerir algo así causaría risa en Madrid. Lo cual es para echarse a llorar.

En el fondo, estamos ante una tropa de sonámbulos que repiten sus tics sin saber ya lo que hacen, ante unos políticos que en realidad no comprenden lo que está pasando en el mundo que les rodea, que siguen invocando y conjurando fantasmas que han dejado de existir. Lo que pasa les viene grande.

Pues, ¿qué pasa? Que en Cataluña ha dejado de estar vigente el Estado y su orden jurídico. Unos poderes subalternos se han insurreccionado contra el poder del Estado y han conseguido que éste deje de aplicarse. Han convocado y realizado un acto expresamente prohibido y el orden jurídico no ha sido incapaz de impedirlo, a pesar de intentarlo. Los tribunales y las fuerzas del orden han fracasado porque no han podido imponer el orden público legal. Se ha impuesto otro orden, por mucho que este nuevo tienda peligrosamente a degenerar en la anarquía. Las fuerzas policiales catalanas han dejado de obedecer al Estado y han tolerado pasivamente la violación del orden. Ese es el mensaje.

El Estado y el Derecho son órdenes de justicia. Pero también son órdenes de positividad y coerción. Lo que quiere decir, en román paladino, que un Estado y un Derecho inefectivos dejan de serlo. Cuando el Estado no es capaz de imponer sus propias normas deja de ser Estado y sus normas dejan de ser normas porque, por mucho que sean legítimas, han dejado de ser coercitivas. En Cataluña, hoy, el Estado carece de medios para imponer el respeto a su ordenamiento jurídico: no es ya Estado (un monopolio de la violencia legítima, recordó Weber).

Por eso, precisamente por eso, resulta sorprendente la opinión de quienes exigen o recomiendan aplicar el artículo 155 de la Constitución y, por ejemplo, disolver el actual Parlamento y convocar nuevas elecciones. Una idea plausible hace muchos meses, sí, pero hoy, ¿quién o quiénes serían capaces de sacar físicamente del Parlamento a los diputados actuales, de sacar a Puigdemont de su despacho? ¿Es que no somos conscientes de que la fuerza legítima del Estado se agotó en la mañana del primero de octubre y ya no queda nada de capacidad coactiva física? ¿Qué los Mossos, probablemente, pasarían a obedecer activamente a un Parlamento autodeclarado independiente, y que ya no sería cuestión de unas pocas porras y algún dedo roto sino de tiros y muertos? Estamos donde estamos, en una nueva realidad en la que el Estado es inefectivo en Cataluña porque en el mundo actual la imagen, la maldita imagen, excluye ya la posibilidad de otra coerción física.

Otros, los beatos del diálogo y del hablar, recomiendan negociar. Sí, claro, pero ¿qué se puede negociar que no sea precisamente la soberanía e independencia que los secesionistas catalanes tienen a un paso? ¿De verdad se piensa que el Estado es como un saco inagotable del que siempre se puede sacar algo para dárselo a los independentistas para que desistan hasta la próxima? ¿Qué basta con proclamar el federalismo, o el confederalismo, o el Concierto fiscal, o la asimetría, o la oblicuidad circunfleja, para que se reconviertan a la españolidad transidos de fraternidad y amor por un nuevo encaje sugestivo de vida en común? Por favor. La tarde del domingo escuché a un catalán independentista al que se le preguntaba con qué se contentarían el día 2 para abandonar su proyecto: «Cataluña no es un supermercado», respondió. Yo hubiera dicho lo mismo. Las lealtades no se compran.

Por otro lado, ¿nos olvidamos que todos esos personajes con los que habría que negociar están encausados por desobediencia y prevaricación por nuestros tribunales? ¿Cómo se negocia con unos delincuentes el reparto del botín sin saltarse el propio Derecho?

Quizás hay una vía todavía para evitar la disolución de la unidad. O algunos creemos que la hay. Es simple: recurrir directamente a la sociedad catalana para que ésta sea la que hable y diga su opinión sin intermediarios y sin referéndums de vergüenza ajena. Preguntarles directamente por lo que quieren, si seguir en España o ser un país independiente. Y luego actuar en consecuencia, por complicado que sea. Es posible, constitucionalmente posible, pero sucede que la clase política española y sus constitucionalistas de guardia tienen instalado en el coco un tabú: que preguntar a los catalanes, o a los vascos, su opinión sobre el asunto es una blasfemia indigna de ser pensada.

Stephane Dion, el padre de la 'ley de la claridad' en Canadá, escribió que, al final, la unidad de un Estado y de una nación tienen muy poco valor si sus defensores no están dispuestos a someterla a las urnas. Y también que quienes perciben la posibilidad de una consulta ciudadana como una derrota... han perdido de antemano esa consulta. Algunos pensamos la consulta (no pactada sino establecida por el Congreso de los Diputados soberanamente) como la única vía limpia para salir de la deriva actual, porque nos creemos de verdad toda esa retórica estomagante de la ciudadanía y de la mayoría silenciosa catalana. Dicho de otra manera: la única forma de contrapesar y vencer un referéndum tramposo es un referéndum limpio. Claro, amigo lector, no me lo diga, ya sé que lo mío es un sueño. Pero, ¿qué es lo de la política nacional? ¿Funambulismo esclarecido?

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