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La batalla sexual de Brisbane

La batalla sexual de Brisbane

Anje Ribera

Miércoles, 8 de abril 2015, 09:08

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Es conocida como la batalla de Brisbane, pero realmente fue sólo una pelea callejera. Eso sí, una gran pelea que se prolongó durante cuarenta y ocho horas en esta ciudad australiana durante la Segunda Guerra Mundial. Y, queridos lectores, dirán ustedes que la contienda nunca tuvo como escenario la isla continente. Tienen razón, porque, con la excepción de esporádicos bombardeos japoneses sobre alguna posición costera, apenas se derramó sangre sobre suelo de lo que erróneamente se considera las antípodas de España.

No hubo combates entre enemigos, pero sí entre aliados. Porque los que lucharon en las calles de Brisbane fueron soldados estadounidenses, desplegados para defender a Australia de una posible invasión nipona, contra civiles y uniformados locales. Disturbios irrefrenables ocuparon todas las horas de los días 26 y 27 de noviembre de 1942 en la tercera urbe más grande del antiguo estado prisión y capital de Queensland.

Ésta es la historia de un amotinamiento que fue ocultado por los mandos aliados durante todo el desarrollo de la guerra y sólo llegó a la opinión pública en los años sesenta, gracias a algunos reportajes realizados por revistas estadounidenses. Recientemente se han conocido nuevos datos con la difusión de imágenes y documentos custodiados por la Biblioteca Nacional y hasta ahora 'top secret'.

Brisbane,ciudad de referencia

¿Pero qué pasó? Si nos atenemos al epicentro de la batalla, realmente debemos describir únicamente una pelea provocada por el abuso del alcohol. Sin embargo, si analizamos el trasfondo y descendemos hasta conocer el choque de placas tectónicas causante de la contienda fratricida, desembocaremos en una explicación sociológica bien distinta.

Centrémonos en los antecedentes. Para ello nos vemos obligados a retroceder un año en el tiempo. A finales de 1941 Australia vivía una situación de pánico por la que se suponía podría ser la inminente invasión de las fuerzas del Sol Naciente, que, por aquellas fechas, tomaron con facilidad Malasia, Indonesia, Filipinas, Nueva Guinea y la mayoría de las islas del Pacífico. Australia era, sin duda, el botín más preciado y deseado por el Gobierno de Tokio.

Las autoridades, encabezadas por el laborista John Curtin, solicitaron la ayuda de Washington, ya que el grueso de sus propias tropas estaba desplazado en el norte de África para apoyar a los británicos en su lucha contra los Afrika Korps de Edwin Rommel. Por ello, en los siguientes cuatro años, alrededor de un millón de personal militar americano se estableció en el estado de Queensland, que también acogió la sede del mando supremo del general Douglas MacArthur, comandante en jefe aliado para el teatro de operaciones del Pacífico sudoccidental. Este elevado despliegue -por entonces Australia sólo tenía siete millones de habitantes- se explica porque la gran isla era también la posición de descanso de las tropas de Washington que combatían en otras zonas del frente oriental.

Brisbane, fue la ciudad de referencia. Vio aumentada su población de 300.000 a 600.000 habitantes, cifra que crecía considerablemente los fines de semana, cuando los soldados acuartelados en los alrededores obtenían permiso para invadir sus calles. La llegada de los uniformados del norte del océano fue inicialmente bien recibida, sobre todo por los comerciantes, hosteleros y dueños de prostíbulos, que obtenían pingües beneficios con sus incursiones de relax. Luego aparecieron los problemas -violencia, delincuencia...- que hicieron que algunas de las famílias acaudaladas de la ciudad decidieran emigrar al campo al comprobar que los invasores modificaban su ecosistema tradicional.

Restringir consumo alcohol

Poco a poco, los choques, inicialmente insignificantes, comenzaron a convertirse en preocupantes, obligando a repetidas intervenciones de la Policía Militar. La tensión se incrementó de forma exponencial. Hubo que tomar medidas y una de ellas fue restringir el consumo de alcohol, sobre todo en los hoteles.

Aunque inicialmente las relaciones militares entre estadounidenses y australianos eran buenas, con el paso del tiempo los enfrentamientos también se trasladaron al mundo castrense. Las diferencias entre las raciones que recibían unos y otros, los distintos medios de que gozaban, las pagas desequilibradas, uniformes más atractivos de los recién llegados, el favoritismo que recibían en los comercios, las cantinas exclusivas, el privilegiado cambio de moneda de que disfrutaban... pronto derivaron en una animadversión hacia los visitantes.

Pero el caldo de cultivo que derivó en la batalla de Brisbane que hoy tratamos fue, y así lo estiman los historiadores, el mayor éxito que gozaban los soldados enviados por Washington -sobre todo los negros, por su exotismo- entre las pocas mujeres disponibles, lo que derivó en muchos matrimonios mixtos, por una parte, y en el resentimiento entre los solteros australianos, militares y civiles, por otra.

Se despertaron envidias y recelos que poco después derivaron en una ojeriza, porque los visitantes se exhibían como actores de Hollywood, se convertían en estrellas de las salas de baile gracias a su conocimiento de las últimas tendencias y hacían gala del grosor de sus carteras. Además, los americanos, procedentes de una sociedad más vanguardista, tenían la costumbre de acariciar a las chicas en público como una muestra de virilidad que adornaban con demostraciones físicas. Era algo visto como inmoral en Australia.

La chispa que provocó el fuego en un campo reseco y propicio al incendio la hizo saltar un policía militar estadounidense que, al parecer se llamaba Anthony E. OSullivan, y que resultó excesivamente celoso en su labor de vigilancia con un soldado raso compatriota de nombre James R. Stein. Ocurrió el 26 de noviembre de 1942. Sobre las siete de la tarde. El militar sospechoso caminaba por la calle Adelaide de Brisbane con grandes dificultades para mantener un rumbo certero después de haber gozado de grandes dosis de líquida civilización.

Pelea durante 48 horas

El agente requirió su documentación al soldado. Éste tardó en sacarla del bolsillo de su uniforme porque su equilibrio había sucumbido ya a los designios del alcohol consumido. La paciencia del policía militar parecía agotarse y el arresto estaba próximo. Fue entonces cuando intervinieron cuatro australianos recién expulsados de un bar. Acudieron a la ayuda con la excusa de defender al más débil, cuando realmente querían dar salida a un odio cada vez más exacerbado contra las tropas de Washington y no desperdiciar una oportunidad para practicar el deporte nacional, zumbarse las noches de los sábados. Todo ello bajo las altas temperaturas que comenzaba a aportar el verano austral.

Cuando OSullivan levantó su porra comenzó la contienda, que ganó participantes en ambos bandos con gran celeridad. Los participantes pronto dotaron el desencuentro de botellas, piedras, señales de tráfico utilizadas como ariete, adoquines, sillas y armas blancas. Los combatientes llegaron a cinco mil en pocas horas. La Cruz Roja y los bomberos intentaron mediar sin éxito y, lo que parecía una pelea más, una de las veinte trifulcas de taberna que se registraban cada noche, se convirtió en una batalla sin cuartel y sin freno, la batalla de Brisbane.

a algarada se trasladó de forma espontánea y veloz a otras partes de la ciudad. Los teatros y cines se vieron obligados a cerrar sus puertas. Por supuesto, los bares quedaron clausurados y se ordenó el acuartelamiento de todas las tropas, fuera cual fuera su uniforme. Pero estas medidas apenas frenaron la exhibición de violencia provocada por grandes dosis de resentimiento.

Las autoridades incluso se vieron obligadas a escoltar a las mujeres para que no fueran violentadas y a poner guardas armados para proteger los edificios oficiales. Fue el caso del cuartel general de MacArthur, rodeado por una muchedumbre que solicitaba su presencia a fuerza de insultos, cuando el general realmente se encontraba en Nueva Guinea.

Hubo llamamientos, anuncio de castigos, despliegues masivos... pero nada funcionó durante las cuarenta y ocho horas de contienda. Los australianos optaron por los puños y las patadas, pero los americanos exhibieron navajas, algo prohibido en la cultura de grescas austral. Usar armas blancas era como una invitación a declarar la guerra total y así ocurrió. Para desgracia, en un forcejeo se disparó una de las escopetas que usaban los policías militares y hubo un muerto. Fue el detonante de la explosión de violencia definitiva.

Un solo muerto

Brisbane se convirtió en escenario de un gigantesco ajuste de cuentas, donde los australianos, lógicamente en mayoría, perseguían a los yanquis, que normalmente eran presa fácil y caían vapuleados por la turba local. Muchas de las víctimas se veían sorprendidas sin tener conocimiento de la contienda. Eran muy cotizados para la jauría los que paseaban con chicas incluso los que lo hacían con sus esposas, además de los policías militares. Sus porras constituían un trofeo muy cotizado.

Las normas sucumbieron y entro en liza el 'todo es válido'. Se fracturaron cráneos a culatazos, se prendió fuego a prostíbulos y a vehículos militares, se saquearon tiendas, se invadieron templos y museos, mientas que los puestos de socorro y los hospitales quedaron sobrepasados por el número de lesionados. Incluso se llegaron a confiscar granadas de mano. "La batalla más cruenta que vi en toda la contienda, la vi en Brisbane. Parecía una guerra civil", relató un corresponsal de la época.

También se aprovecharon los motines para realizar reivindicaciones. Los soldados australianos solicitaron los mismos privilegios que los estadounidenses. Las tropas locales consiguieron mejorar sus salarios, acceder a las ayudas de la Cruz Roja y se derogó la prohibición existente de que cuando entraban los americanos en un pub los australianos debían abandonarlo. Era una práctica muy utilizada por los hosteleros, deseosos de estrujar los repletos bolsillos de los uniformados visitantes. La batalla de Brisbane, a la postre, fue la venganza hacia la impúdica exhibición de opulencia que realizaban los americanos frente a la penuria de la población local.

Acabó a manguerazos, con un sólo muerto como balance. Un soldado australiano fue juzgado por este crimen en un consejo de guerra, pero resultó absuelto por falta de pruebas. Otros seis compatriotas resultaron condenados por asalto a cortas penas de cárcel.

Tanto las autoridades locales como las de Washington decidieron echar tierra sobre el asunto. La prensa local fue obligada a ignorar los incidentes. Sólo un periódico publicó una pequeña nota, pero tuvo que desdecirse al día siguiente por orden militar. No podía quedar ningún rastro de la batalla de Brisbane. Por supuesto, la opinión pública estadounidense ni se enteró de la contienda fratricida. Incluso se censuraron las cartas que los soldados mandaron a sus casas si hacían cualquier mención.

Esta falta de información incrementó la imaginación y fueron muchos los rumores que circularon sobre decenas de muertos, víctimas de un grupo de soldados americanos que llegaron a utilizar una ametralladora.

La victoria fue para el bando australiano, compuesto por combatientes más avezados en la lucha callejera, la que tiene por campo de contienda bares y puticlubes. Fue celebrada como un triunfo deportivo. Los locales habían puesto en su sitio a los yanquis. La mayoría del centenar de hospitalizados fueron estadounidenses, muchos de ellos policías militares que recibieron tremendas palizas. Los foráneos tuvieron que admitir una de sus más humillantes derrotas. Fueron dos noches de combate por el control de una ciudad. No fue Stalingrado, sino Brisbane.

El acontecer al que nos referimos está diseccionado con maestría por Peter A. Thompson y Robert Macklin en el libro The battle of Brisbane: Australians and the yanks at war.

Aunque la base de la historia tiene como escenario Nueva Zelanda, la película Until they sail (1957), traducida en España como Mujeres culpables, relata las relaciones que los soldados estadounidenses desplegados en el Pacífico mantuvieron con las mujeres australianas y neozelandesas con unos extraordinarios Paul Newman, Joan Fontaine, Sandra Dee, Piper Laurie y Jean Simmons. Y por supuesto, el gran director Robert Wise.

El mundo de la música también se fijó en la batalla de Brisbane. Así, la banda angloirlandesa The Pogues le dedicó una canción instrumental.

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