Una misión en favor de los más pobres
Misioneros guipuzcoanos ·
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200 misioneros guipuzcoanos trabajan repartidos por todo el mundo. Seis de ellos narran su testimonio en el Día del Domundignacio villameriel
san sebastián
Domingo, 22 de octubre 2017, 08:39
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La Iglesia conmemora hoy la Jornada Mundial de las Misiones, más conocida como el Domund. En Gipuzkoa hay cerca de 200 misioneros repartidos por todo el mundo que hoy celebran de manera especial su día. Seis de ellos han querido compartir sus experiencias misioneras en países como Chad, Kenia, Ecuador, Honduras o Japón. El lema elegido para este año es ‘Sé valiente, la misión te espera’. Uno de ellos, Juan Mari Bautista, considera que «más que valientes, es necesario que seamos personas de confianza, apasionados por la justicia y amantes sin medida. Con esto, la valentía nos vendrá por añadidura».
Cuando Antonio tenía 14 años, un misionero pasó por su escuela en Ordizia. Ese misionero no había ido a misión todavía, pero les habló de un mundo mejor. «A todos nos gustó su charla y nos dijo que, si alguno estaba interesado, podía darle su dirección. Así lo hicimos muchos y nos escribió. Yo no quería responder a su carta porque intuía que me iba a ‘liar’ y estaba contento en mi pueblo, pero al mismo tiempo me dije: Si cuando nos hablaba de estos temas a mí me gustaba, ¿por qué voy a dejar pasar esta oportunidad? Total, que al final pasé al seminario menor de los misioneros javerianos en Pamplona, y tras el bachillerato seguí como misionero».
Antonio ha pasado dos años en Colombia y diez en Chad. Ahora está de vacaciones en Gipuzkoa pero su misión actual es en Bongor (Chad), donde dirige una radio diocesana. «Lo mejor de todos estos años ha sido sentirme como en casa en lugares tan alejados de mi pueblo de origen y la hospitalidad de los personas más humildes».
Y lo peor, «sin duda», ver las situaciones de injusticia de este mundo. «A los misioneros nos toca estar en las zonas de fractura, en la cara menos amable. Yo digo que estamos situados debajo del felpudo, es decir, donde se esconde la suciedad cuando el que limpia es perezoso y lo único que busca es que todo se vea limpio, aunque no lo esté».
Antonio considera que los misioneros normalmente no son noticia y desarrollan su labor en la sombra, «pero nos encanta contar nuestras experiencias y que se nos escuche». El Domund les da esta oportunidad. «De repente, aparecemos a la luz pública y las personas se pueden acordar de nosotros y apoyarnos en nuestra tarea, ya sea a través de la cooperación económica, del cariño o de la oración». Este ordiziarra tiene claro que, si volviera a empezar, sería misionero otra vez. «A veces hay momentos de mucho sufrimiento, como cuando se ve morir a niños por causas evitables como el hambre, pero todo compromiso con la realidad conlleva sufrimiento. La misión va acompañada de una satisfacción profunda, de estar haciendo algo útil por la humanidad según la voluntad de Dios, de encontrar un lugar donde sin duda nos necesitan y de desarrollar ese ideal de ver toda la humanidad como una gran familia, que vaya donde vaya soy presencia de paz y de Dios y me puedo sentir hermano de quienes encuentre en ese camino».
Margarita Rodríguez Sala nació en San Sebastián y es Hermana Misionera Nuestra Señora de África, conocidas popularmente como Hermanas Blancas. «Desde muy temprano quise ir a los países pobres para cuidar a los enfermos y poco a poco, se fue forjando ese deseo». Margarita recuerda que en su casa le educaron en la fe y cuando estudiaba Enfermería conoció a las Hermanas Misioneras. «Con ellas vi que podría vivir lo que deseaba: mi entrega a Dios en el servicio a los demás, en particular, en África».
Cuando terminó sus estudios en 1979, entró en la comunidad de Logroño y al año siguiente se fue al Congo para continuar su formación de religiosa misionera. «Allí fue cuando viví mi primera experiencia de comunidad internacional».
Desde entonces ha estado en Chad, Burkina Faso y Kenia. «Chad fue el primero y hasta ahora, el país que más me ha marcado», opina. «La relación con Dios, personal y comunitaria, me daba fuerzas necesarias para vivir el día a día. También, la experiencia de comunidad con mis compañeras, con la gente con la que trabajaba y convivía en el pueblo».
En Burkina Faso iba a la cárcel a visitar mujeres. «Ayudábamos a las que necesitaban cuidados médicos, ya que algunas habían sido rechazadas por sus propias familias y no tenían medios para pagar los tratamientos. Fue una experiencia muy enriquecedora donde la presencia y escucha eran importantes. También, intentábamos que recuperasen el valor como personas y como mujeres». Y ahora, en Kenia, colabora en un proyecto Diocesano que acoge y lucha contra los abusos a menores.
Josetxo García es miembro de las comunidades asociadas a Adsis y sacerdote desde hace 33 años. «Soy de Errenteria pero me ordené en Altza y allí vive casi toda mi familia». Josetxo recuerda que cuando le propusieron irse de misionero, «encantado respondí que sí, con gusto». Lleva 17 años en Latinoamérica. Estuvo 15 en Uruguay y actualmente está en Ecuador «aprendiendo a ser parte de una Iglesia que no tiene ningún poder y trata de servir y acompañar a los que peor lo pasan. Tratando de no guiarme y actuar por mis propias pretensiones, sino aprender a caminar al ritmo de la gente en una Iglesia muy creativa que mira hacia adelante y no hacia atrás, que busca nuevos caminos para vivir la fe y transmitirla a jóvenes y adultos. Una Iglesia con mayor protagonismo de los laicos, que sale a los caminos para acompañar a los que sufren tantas injusticias y pobrezas».
Josetxo cree que a los misioneros «nos supone un gran esfuerzo cambiar la mentalidad que traemos, los gestos y el lenguaje. Un ejercicio para desenraizarnos de lo anterior y encarnarnos en esta realidad concreta, para poder sentir que ya soy parte de esta historia, que amo de corazón a este pueblo y me siento inmensamente agradecido de que me acojan y hagan parte de sus vidas».
Idoia Makazaga es una misionera seglar zarauztarra de la Familia de San Vicente de Paúl y lleva en Honduras desde 1999. «Este lugar de América Central es muy especial, le llaman la pequeña Amazonia porque está lleno de ríos y vegetación», describe. Es una zona muy aislada donde solo se llega por agua o aire y donde «te encuentras con pueblos originarios de los que no habías oído hablar». Idoia opina que «te engrandece estar con ellos, compartir su vida, sueños, miedos y risas. Creces humanamente y espiritualmente. Vale la pena el encuentro».
Pero esas tierras esconden también otros «tesoros», como maderas preciosas, oro y petróleo. «Y eso hace que se esté arruinando el medio ambiente y, por ende, a sus habitantes», sostiene la misionera zarauztarra. «A veces no hacen falta acciones directas, con dejar de suministrar lo necesario para la salud, bajar los niveles de la calidad educativa o no invertir en infraestructuras, consigues que la zona se aísle y deje de ser deseable para habitarla».
Sin embargo, lejos de desanimarle, a Idoia Makazaga estos retos le motivan a trabajar, «a levantarte cada día para generar opinión, buscar oportunidades y despertar ilusiones. Para hacer de esta región un lugar más bello, justo y verdadero. Más feliz, más lleno de derechos humanos y más lleno de Dios».
Justo Segura es un cura de Eskoria-tza que un día se sintió fuertemente llamado a ir a misiones de por vida, «y aquí sigue este pobre hombre en Japón todavía», exclama con gracia y un fuerte acento japonés. «Muy pobre pero, posiblemente, una de las personas más felices del mundo», apostilla.
Justo reconoce que no es fácil explicar lo que ocurre dentro de uno «cuando Dios llama a una misión como a la que yo me sentía llamado». Lleva 59 años de misionero. Los cuatro primeros trabajó en la ciudad de Los Ángeles (California), y de ahí pasó a Japón, «donde he tenido la gran alegría de trabajar hasta el presente, en medio de este gran pueblo, cerca de 55 años».
Este veterano misionero reconoce que lo más duro de su tarea en Japón fueron los primeros cuatro o cinco años de estudio de la lengua nipona y la adaptación a unas costumbres y a una cultura tan distintas. «Fueron años duros donde uno realmente sufre. Una buena parte de los misioneros que llegan a Japón se desaniman esos primeros años y terminan alejándose del país asiático», considera antes de añadir que «como no te acerques a Japón con una fuerte llamada de lo alto, corres el riesgo de no superarlo».
A kilómetros de distancia de Gipuzkoa, Justo afirma que piensa cómo estarán celebrando el Domund «mis gentes de San Sebastián, mi pueblo de Eskoriatza y mi barrio de Zarimuz, pues no hay verdadera fe sin Domund. Todos, cada uno en nuestro ambiente, debemos ser misioneros», sostiene.
En cuanto a las diferencias que encuentra entre las gentes del país del sol naciente y las de aquí, Justo opina que «son muy marcadas, pero si las vivimos con un gran amor fraterno todo se vuelve maravilloso. Y si falta eso, todo es puro hielo».
Si el misionero de Eskoriatza volviera a empezar, «sin vacilaciones» seguiría el mismo camino. «Preferentemente en Japón o al menos en algún país asiático». Pero de momento lo único que pide a Dios es poder seguir dando «algún tipo de servicio a esta gente hasta los 91 años. Actualmente solo cuento con 84, rezad por mí para que este sueño se lleve a cabo y a los 91 años pueda contar de nuevo en El Diario Vasco mi testimonio».
Juan Mari Bautista data la fecha de su ‘llamada’ en torno a los 14 años. Un puente festivo fue con su aita a Javier (Navarra) a pasar unos días. La historia misionera de Francisco Javier narrada de modo plástico y luminoso contra la fachada del castillo de Javier le conmovió. «El espectáculo se llamaba ‘Luz y sonido’ y tuvo lugar hace ya 53 años, pero produjo en mí un impacto tal que removió mis entrañas, mis pensamientos y voluntades. Me dije: Quiero que un día pueda vivir experiencia, vida e historia parecidas. Y desde entonces Javier siempre me ha acompañado», afirma.
Juan Mari salió de Errenteria a los 12 años y hasta hoy, que tiene 67, ha vivido siempre fuera. A los 29 años recibió las órdenes en Bilbao y por tanto pertenece a esa Diócesis. «Pero nunca renuncié a mi condición de renteriano, giputxi como dicen en Bizkaia, y errealzale hasta los tuétanos. Que conste», apostilla esta cura que a los 45 años se apuntó a la lista de ‘disponibles’ para ir a las misiones que las Diócesis vascas tenían encomendadas en Ecuador. A la semana le contestaron y «en dos meses salimos cuatro compañeros en dirección a Ecuador».
«Soy un misionero tardío», confiesa. «Cuando salí para Ecuador ‘aita y ama’ ya habían fallecido, pero siempre me acompañan. Así lo siento. Y no solo ellos, toda la familia. Somos nueve hermanos y ahí están todos apoyando», reflexiona antes de añadir divertido: «Qué bueno es el Whatsapp para impulsar las relaciones familiares a distancia».
Juan Mari afirma que ha ido a Ecuador «a compartir, a ser vecino, a acompañar y a servir. A veces pienso que no acierto. Lo que tengo claro es que a mí sí que me ayudan, me impulsan a ser mejor persona y mejor cristiano. Cuando cumplí los 65 años, en torno a cobrar la pensión de jubilado, (lo expreso así porque los curas no nos jubilamos con 65) regresé a Ecuador sin fecha de retorno. Hasta que el cuerpo aguante». En estos momentos lleva dos años y medio viviendo en el barrio más pobre de la periferia de Guayaquil. «Sumando y restando».
«Desde que estoy aquí, he aprendido a confiar más en Dios y en las gentes porque quien no confía es ya preso del miedo y no hay peor cadena», sostiene Juan Mari, antes de concluir que todo cristiano «no puede dejar de oír las palabras de Jesús, so pena de perder la identidad: ‘Id a hacer discípulos ante todos los pueblos, bautizadlos y enseñadles cuanto os he enseñado. Yo estaré con vosotros hasta el fin del mundo’».
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