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La docena de voluntarios de esta edición del campo de trabajo en Martutene posa junto al capellán, Luis Miguel Medina, en el exterior de la prisión guipuzcoana.
«Al entrar en la cárcel te tiemblan las piernas por el lugar en sí, no por las personas»

«Al entrar en la cárcel te tiemblan las piernas por el lugar en sí, no por las personas»

Dos voluntarios de un campo de trabajo en la prisión de Martutene narran sus experiencias

IGNACIO VILLAMERIEL

Lunes, 29 de agosto 2016, 07:32

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«El eco de la cárcel impacta un poco al principio, pero con el paso de los días te vas acostumbrando». Son palabras de Adolfo Villalobos, uno de los 12 voluntarios que durante el mes de julio participó en un campo de trabajo en la prisión de Martutene para «acompañar a los internos».

«Entrar en la cárcel es algo que impone mucho, sobre todo el primer día, porque no paras de recibir estímulos y sensaciones», comenta este joven cordobés, estudiante de Ingeniería Industrial en Tecnun. «El resto de días te acostumbras un poco, pero aún así te tiemblan las piernas al entrar; no por las personas, si no por las instalaciones y el lugar en sí».

Olatz Paredes tiene 22 años, es de Andoain y ha sido otra de las voluntarias de este campo de trabajo solidario. En su caso se enteró de su existencia a través de una amiga que echa una mano en Martutene durante el año. «Me pareció interesante lo que me contó, así que no dudé en apuntarme. Soy de las que piensa que siempre es más enriquecedor conocer las cosas de primera mano».

Y tras haberlas conocido, califica la experiencia como «increíble y muy positiva en todos los ámbitos». Esta joven andoaindarra asegura haber aprendido «muchísimo» de los funcionarios y de los presos de Martutene. «Es muy difícil acercarse a todos, pero estuve conversando con muchos y la mayoría se mostró agradecido por nuestra presencia. Para los reclusos las horas son muy largas y dos meses pueden llegar a parecer años. Por eso, la gente que viene de fuera les ayuda a distraerse un poco».

Adolfo se enteró de la existencia de esta experiencia en el colegio mayor Ayete, donde vive, y comenta que tras haber jugado un partido de fútbol en el interior de la prisión sintió «la necesidad de pasar más tiempo con estas personas». «En la cárcel hay gente de todo tipo. Algunos no querían hablar con nosotros -aunque tampoco mostraban ningún rechazo- pero la mayoría se mostraban receptivos y agradecidos». El cordobés afincado en Donostia tilda la experiencia como «única» y reconoce que lo que más le conmovió fue la actitud de un interno de edad avanzada, con una condena pequeña, que veía su paso por la cárcel como una experiencia en su vida de la que tenía que sacar lo positivo y aprender de las personas que estaban en su misma situación.

«No es un lugar hostil»

«La cárcel no me pareció para nada hostil. Es un lugar en el que se siguen una serie de normas por seguridad, pero ningún interno presenta una actitud desafiante o contraria al sistema», manifiesta Adolfo. «Antes de entrar te la imaginas como en las películas: un lugar peligroso con gente muy mala y funcionarios maltratadores. Sin embargo, la realidad es completamente distinta. Ningún interno nos hizo referencia a un mal comportamiento de los funcionarios, más bien al contrario».

Olatz estudia enfermería y considera que esta experiencia le va a ayudar en su futuro profesional. «La enfermería consiste en ayudar a las personas» y, en este caso, «he querido aportar mi granito de arena en la medida que he podido». Sin embargo, difiere de Adolfo al considerar que la entrada en la cárcel fue «muy impactante, fría y hostil». «Al principio intercambiábamos nuestras miradas con incertidumbre, pero con el paso de los días la relación con los reclusos fue aumentando y nos sentimos todos más cómodos. Lo que vemos en la cárcel es un reflejo de la sociedad», sentencia la voluntaria guipuzcoana.

A pesar de que este campo de trabajo que organiza todos los años la capellanía de la Pastoral Penitenciaria duró poco más de una semana en julio, dejó un poso duradero entre los voluntarios de esta edición. Adolfo explica cómo fue el día a día: «Las mañanas se dividían en dos partes: una ponencia sobre una virtud humana como el perdón, el acompañamiento o la acogida. Y por otro lado, una formación sobre la estructura y rutina diaria del centro penitenciario. Por la tarde, volvíamos a prisión cuando los presos se encontraban en el patio, y hablábamos con ellos un par de horas». «Muchas veces el tiempo se nos hacía corto», apostilla Olatz. «Por último, de 18.30 a 19.30 comentábamos lo sucedido durante el día».

Una cárcel «bastante vieja»

«La cárcel de Martutene es bastante antigua», explica Olatz. Además, «los presos se quejaban de que era un lugar con bastante humedad» debido a la cercanía del río Urumea. Aunque la andoaindarra destaca la buena sintonía que se respiraba entre reclusos y funcionarios. «No sé cómo serán las demás cárceles, pero en esta noté que entre los funcionarios y los presos, aunque había respeto, también se notaba cierta cercanía».

Por su parte, Adolfo apunta que los internos les decían que al ser más pequeña que las demás «Martutene no se divide en módulos, y esto fomenta que todos se conozcan, y sea más acogedora y tranquila». El joven cordobés estudiante en Donostia pide reconocer públicamente la dedicación del capellán de la Pastoral Penitenciaria, Luis Miguel Medina, «que realiza una labor digna de agradecer, y es feliz con lo que hace. Es un gran tipo al que los internos muestran su cariño, y ha sido un pilar imprescindible en esta experiencia». Además de Medina, los dos voluntarios se quieren acordar también de María José Reparaz «por su compromiso como voluntaria y por su tiempo dedicado para que todo saliera genial».

Tanto Adolfo como Olatz quisieron hacer el ejercicio de ponerse en el lugar del otro. «Una de las cosas que comentamos entre nosotros era que cualquiera podríamos acabar en prisión, ya que en un momento puntual te puedes equivocar». Adolfo considera la oportunidad de participar en esta experiencia como «muy recomendable, ya que te da en qué pensar sobre los prejuicios que tienes hacia personas que no conoces de nada». «Cada interno es distinto y tiene su propia historia. No somos nadie para juzgar el por qué están allí».

«Hablábamos de fútbol»

«En ningún momento supimos los delitos de ningún interno. Algunos hacían referencia a lo que habían hecho, pero nuestro fin no era el morbo de saber lo que ha hecho una persona en su vida pasada», reconocen los dos voluntarios. «Con ellos hablábamos de cualquier tema: desde fútbol hasta lo que habían hecho por la mañana». Los reclusos les narraron que participan en talleres de trabajo, como uno de arte, y que también pueden trabajar en cocina, o realizando otras labores dentro de la prisión para ganar algo de dinero mientras cumplen su condena.

«Nos impactó que había personas de muchas nacionalidades y religiones distintas, pero que todas ellas se respetaban. Incluso veías a grandes amigos cristianos y musulmanes, por ejemplo», comenta Adolfo. «Nuestra labor ha servido para hacer más amena la condena durante el tiempo que hemos acompañado a los internos», considera Olatz.

Adolfo incide una vez más en la idea de que «no somos nadie para juzgar a una persona sin conocerla. Debemos dar la mano y creer en las segundas oportunidades» y menciona como ejemplo de «lugar donde creen en las segundas oportunidades» al centro Loiolaetxea, en el que pueden vivir unos meses exreclusos que ya han cumplido su condena. «En dicho tiempo reordenan un poco su vida, y una vez que tienen cierto orden, se aventuran a llevar una vida nueva».

Tanto la voluntaria andoaindarra como el cordobés afincado en Donostia reconocen que este campo de trabajo no es el prototipo de plan vacacional veraniego. «La mayoría se quedan impactados con el sitio en el que tiene lugar el campo de trabajo. Pero una vez que les cuentas cómo ha transcurrido la experiencia y las conclusiones que sacas de ella, se quedan sorprendidos».

Olatz asegura que lo que más le gustó fue la propia relación con los presos. «Saber de sus vivencias y cómo se sienten. También conocer el funcionamiento de la prisión». La estudiante de enfermería asegura que se sorprendió mucho el último día, «cuando se me acercó un preso con el que no había intercambiado ninguna palabra y, sin embargo, me agradeció que hubiera estado allí con ellos». Ese último día, los responsables del campo de trabajo les dieron la opción de no asistir a prisión por la tarde si estaban cansados. «Nadie dudó en ir. Todos teníamos ganas de estar con ellos y de despedirnos con muchísima emoción».

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