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El aroma del crimen, primer capítulo

El aroma del crimen, primer capítulo

El Diario Vasco te ofrece el primer capítulo íntegro de la novela 'El aroma del crimen', de Xabier Gutiérrez y editada por Destino

PPLL

Sábado, 21 de febrero 2015, 08:46

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La noche se dormía. El mar estaba en calma. Una barca

atravesó un horizonte cada vez más oscuro en el que las

únicas luces visibles eran las de las casas de la cercana isla

de Mikonos. La estela que dejaban los dos motores agitaba

la tranquila superficie.

Cuando llegó a la altura de la boca, Alicia Montesinos

reaccionó e intentó chillar, pero una nueva bocanada

de agua inundó su garganta. Intentó quitarse la chaqueta.

Sin embargo, una dulce sensación caliente la distrajo.

Era su propia sangre.

No sintió miedo, el golpe la había dejado tan aturdida

que dudaba de su propia situación. Intentó nadar,

pero el corte en el hombro, producido por las hélices de

la motora, era tan profundo que no podía moverlo. Sintió

que perdía sensibilidad en las manos. Apenas podía

chapotear en círculos con uno de sus brazos.

La popa de la motora era un lejano punto blanco. Su

cuerpo se hundió en la noche sin testigos, desapareciendo

con la misma sencillez con que había vivido. Ajena a

los avatares del mundo.

La luna empezó a asomar, intentando con su luz solidarizarse

con ella y lanzar algo de claridad a la escena.

Pero llegó tarde.

Cuarenta y ocho horas después encontraron el cadáver.





Elena nunca se hubiera podido imaginar que el telediario

que se disponía a ver, acomodada en su sillón favorito,

sería el último de su vida. Sólo cinco minutos más y

dejaría de existir.

Mientras bajaba con cuidado las escaleras del primer

piso de la suntuosa casa donde vivía, se tocó el pelo, aún

húmedo después de la ducha. Se ajustó la bata, se sentó

frente al televisor, se colocó las gafas de ver de lejos que

se encontraban en la mesita y se arropó con los dos cojines

de plumas blancos y azules que tanto le gustaban.

Mientras encendía el gran aparato que presidía el salón

miró la hora. Eran las nueve menos cinco de la noche.

Cogió el móvil y comprobó que no había mensajes sin

leer. Lo depositó al lado de la fuente de manzanas que

acababa de traer Samuel, el jardinero, y se quedó mirando

la pantalla.

Desde que nació, Elena siempre había vivido en esa

misma casa, una villa con paredes blancas y tejado granate,

un amplio porche rodeado por un hermoso jardín

en el que conversaban dos olivos centenarios y unos

cuantos manzanos. Más alejados, los pinos se repartían

protagonismo con algún roble antiguo y una higuera generosa.

Eran muchas las veces que Elena Castaño había

recogido higos y brevas para preparar con su padre la

mermelada que luego envasaban en tarros de cristal, y

que después regalarían a tíos, primos y amigos.

Pero este año no había sido así. No estaba con el humor

necesario y había dejado que la fruta cayese y se pudriera,

para deleite de los pájaros. En realidad, desde la

ausencia de su padre no había vuelto a hacerlo. Estaba

melancólica y con el ánimo desganado. Su última colección

la había dejado algo insatisfecha.

Tampoco su alocado, o más bien díscolo, novio ayudaba.

Aunque era bueno, también era demasiado soñador,

un loco genialmente cariñoso pero poco trabajador.

Y no sabía por qué seguía enamorada, quizá fuera porque

no había otro candidato. Era una persona maravillosa,

sonreía intentando convencerse a sí misma. «Si no

viajara tanto...», pensaba a menudo. Hacía ya tres semanas

que se había marchado con una conocida ONG para

atender y ayudar a ese prójimo desconocido, la justificación

ideal para sentirse bien consigo mismo.

Las imágenes violentas del telediario que acababa de

empezar la llevaron a cambiar de cadena, y se detuvo en

un estúpido programa de chismorreos al que no prestó

atención. Seguía pensando en su novio. Con la diferencia

de horario, seguro que se acababa de levantar. «Prefiere

estar con otros antes que con su novia», pensaba.

A las nueve pasadas oyó que llegaba un vehículo.

Cuando el motor se detuvo el silencio se hizo casi corpóreo.

El callejón daba acceso exclusivo a su casa y por eso

mismo pensó que sería el coche de su hermana, que la

visitaba con frecuencia. Elena dejó de mirar la televisión,

instintivamente quitó el sonido del aparato y a través

de la ventana del salón miró hacia el jardín, al mismo

tiempo que sonaba el timbre. Aún se encontraba

convaleciente de la gripe que acababa de pasar, se sentía

débil y le costaba moverse. Le dolía todo el cuerpo... Se

levantó, se ató la bata verde estampada con pequeñas

hojas blancas, se arregló el pelo alborotado, se puso las

zapatillas y llegó al telefonillo que abría la puerta que

daba acceso, a través de un pequeño jardín, a la casa, y

sin esperar contestación abrió. Un error que pagaría con

su vida.

Dejó la puerta entornada para volver a acomodarse

en el sillón mirando sin hacer caso las imágenes mudas de

la televisión y absorta en sus pensamientos. Escuchó

como la puerta se abría lentamente para después cerrarse.

No supo por qué, pero notó una sensación extraña,

un miedo íntimo que crecía con la suave brisa fría, casi

helada, que provenía de la puerta que acababa de cerrarse.

Volvió la cabeza con rapidez al recordar que su hermana

tenía llaves de la casa y que nunca llamaba, pero se

tranquilizó cuando le vio.

¿Qué haces tú por aquí? preguntó Elena, un

poco sorprendida mientras veía con extrañeza que la visita

no hacía ademán de quitarse los guantes que llevaba

puestos.

Las miradas se cruzaron. No hubo respuesta, y entonces

sí que sintió un miedo extremo. Su cuerpo se estremeció.

Elena no tuvo tiempo de ver qué era lo que su asaltante

sacaba del bolsillo interior del abrigo mientras se abalanzaba

sobre ella. Gritó, y todo pasó en apenas unos segundos.

Ella se movió con rapidez por instinto, evitando

así la embestida. A pesar de ello, el impacto fue tremendo.

Cayeron al suelo y volcaron la butaca sobre la tarima

de madera. Las gafas salieron volando, saltaron los botones

de la bata. El móvil se estrelló contra el zócalo de la

pared perdiendo la batería. El televisor era la única fuente

de luz que iluminaba la escena. La lámpara halógena

se precipitó contra el suelo y la bombilla estalló en mil

pedazos. El estruendo sordo y violento del encuentro

marcó el inicio de los siguientes segundos.

Aturdida, y mientras trataba de recuperarse del primer

golpe, Elena creyó estar en una pesadilla en la que

estaba siendo atacada por alguien a quien conocía bien.

«¿Qué está pasando? ¿Qué está pasando...?», pensaba

envite.

Con un rápido movimiento, se desembarazó de su

agresor; sus gritos llenaban toda la estancia. Por un momento,

el tiempo se detuvo para transcurrir después a

cámara lenta. Pudo entonces pensar en su padre, fallecido

hacía apenas un año; en su novio, dónde cojones estaba;

en su madre... Apretó los dientes con rabia y pánico.

«Corre, huye hacia el jardín, corre, corre», se dijo a sí

misma mientras su corazón latía a mil por hora.

El agresor leyó su pensamiento y se levantó antes que

ella, bloqueando la salida. En ese momento Elena vio

algo que hasta entonces no había advertido: la hoja resplandeciente

de un gran cuchillo. El terror se apoderó

por completo de ella.

Sacó las fuerzas que no tenía e intentó empujar a su

atacante hacia atrás, pero sintió un frío intenso en el costado,

y también calor. Mucho calor. La sangre salía a borbotones.

La visión se le nubló, estaba a punto de desmayarse.

El cuchillo había rasgado todo lo que había encontrado en

su camino: pulmón, intestinos... Sin apenas poder respirar,

se apretó la herida con una mano e intentó esconderse

en una habitación. Su agresor la siguió cerca, muy de cerca,

blandiendo el cuchillo manchado de sangre.

Elena gritaba, imploraba socorro, ayuda. Y lo hacía

allí donde nadie podía oírla. Porque era una casa alejada

de todo y de todos. La soledad y la tranquilidad que le

gustaba disfrutar se habían vuelto en su contra. El tiempo

se estaba acabando. Sin embargo, aún no se iba a dar por

vencida. Abrió la puerta de su habitación, pero su atacante

estaba ya sobre ella y de nuevo volvió a sentir frío.

El calor fue brutal y la sangre se derramaba por todos

lados. Cayó en el suelo, delante de su cama. El frío y el

calor la inmovilizaron. Su agresor se retiró mientras ella

intentaba levantarse y manchaba de sangre todo lo que

tocaba.

En un último y desesperado intento quiso zafarse de

su agresor clavándole las uñas, pero no pudo: una última

puñalada, por la espalda, le llegó al corazón. Elena se

volvió balbuceando palabras ininteligibles. Sintió un

dolor agudo, intenso. Una punzada invadía su cuerpo.

Ya no sentía frío ni calor, sólo un horror inimaginable.

Apretó los dientes hasta casi romperlos. De la nariz goteaba

sangre. Sintió la muerte llegando rápido.

Había recibido tres puñaladas mortales. Y cayó desplomada.

En apenas cinco minutos, el dormitorio de un hogar

tranquilo se había trasformado en un escenario sangriento,

en el que las figuras del agresor y la víctima componían

un bodegón de pesadilla. Un fresco pintado violentamente

sobre el parqué y la alfombra. Un lienzo de horror. Un

retablo de asesinato en primer grado en el que ella estaba

en el suelo y su agresor de pie, contemplando la terrible

obra, con el cuchillo todavía en la mano, goteando.

Los ojos de Elena estaban abiertos, se salían de sus

órbitas. La boca intentaba respirar algo de aire que le

atara a la vida que se le escapaba. Un hilo de sangre corría

por entre sus dientes. Su melena le desdibujaba el

rostro en una mueca de terror indescriptible. Intentó levantar

una mano hacia ninguna parte. La dejó caer lentamente.

La escena había terminado. Su escena. La última

de su vida.

Un intenso silencio ocupó la casa.

El cuerpo permanecía sobre un gran charco de sangre

al lado de la cama, las zapatillas abandonadas en el

primer encontronazo en la butaca. Su cojín de plumas

perdido tras el sofá volcado, las gafas bajo el mueble del

televisor, el móvil sin batería. Y su cuerpo, inerte y húmedo

de sangre. Su vida perdida.

El atacante levantó la mirada y, sin quitarse los finos

guantes de cuero negro, echó un vistazo al cuchillo con el

corazón desbocado. Sudaba mucho y los ojos no dejaban

de parpadear. Su respiración entrecortada parecía una

sinfonía de horror. La mano izquierda le temblaba en un

movimiento oscilante.

La visión del cadáver le tranquilizó. Ya estaba hecho

lo que durante los últimos seis meses le había perseguido

noche tras noche. Aquello que durante tanto tiempo había

imaginado y que estaba convencido de que nunca

tendría el valor de hacer. Pero se había equivocado. Y se

sorprendió a sí mismo.

Con cautela, salió de la habitación y se dirigió al cuarto

de baño. Limpió el filo del cuchillo poniéndolo bajo el

chorro del grifo. Abrió el agua caliente para una limpieza

pulcra. Se quitó las gafas, manchadas por la sangre de

Elena, y las aclaró. Con un trozo de papel limpió los

guantes. Hizo lo propio con su abrigo. Cuando terminó,

tiró el papel en la taza del váter y vio como el agua lo hacía

desaparecer. Con parsimonia y sangre fría, esperó a

que la cisterna se cargara de nuevo y volvió a tirar de

ella. Guardó el cuchillo en el bolsillo interior del abrigo.

Se secó la frente con más papel. Sabía que no podía

usar las toallas. Esta vez no lo tiró, sino que se lo guardó

en el bolsillo. «Date prisa, llevas demasiado tiempo en la

casa», se dijo.

Salió del baño y, con cuidado, volvió a la habitación

donde se encontraba el cadáver. Nada se había movido.

Estaba muerta.

Entró en la cocina, encendió la luz fluorescente y

abrió varios cajones. En uno de ellos encontró lo que

buscaba. Un pequeño destornillador. Se dirigió a la

puerta de entrada y manipuló la cerradura. Guardó la

herramienta en el otro bolsillo. Después volvió a la sala y

vació, volcándolos, todos los cajones que había en ella.

Entró en el vestidor y alborotó y tiró al suelo la ropa. Repitió

la misma operación en la habitación contigua y vació

parte del contenido de un joyero en los bolsillos de su

abrigo. «Es suficiente», se dijo.

último vistazo a la sala. El televisor seguía encendido y

sin sonido, mudo testigo del crimen. En la pantalla, un

empalagoso concurso en el que todo eran sonrisas, gente

contenta, una felicidad de contenidos vacíos, huecos

como las palabras que articulaban los mudos presentadores.

Todo era color y alegría, y a este lado sólo terror y

sangre. El escenario, únicamente iluminado por el resplandor

catódico, con un aire de luz de hoguera, quedaba

convertido en un lugar aún más tétrico.

Un instante, un soplo, una décima de segundo entre

estar presente y estar ausente.

Pensó en apagar el aparato pero desistió de la idea.

«No toques nada más», se dijo a sí mismo. Se acercó a la

puerta y se sintió tranquilo, como si se hubiera quitado

un peso de encima. Se miró durante unos segundos en el

espejo que había en la entrada de la casa y no se reconoció.

Se infundió respeto a sí mismo, no se llegaba a creer

lo que acababa de hacer. Salió al porche y entornó la puerta

con suavidad, pero sin cerrarla. Volvió a mirar la cerradura.

Comprobó que estaba visiblemente arañada,

forzada. Miró la hora y vio que eran las nueve y diez de

la noche. Las farolas que iluminaban el jardín seguían

encendidas y así permanecerían el resto de la noche, no

pensaba alterarlo.

Salió al jardín y comprobó que había empezado a llover

suavemente. Se quitó los guantes y los guardó; se subió

la capucha y se alejó con paso rápido hacia su vehículo.

Echó un vistazo alrededor, cerciorándose de que no

hubiera nadie por las inmediaciones.

Entró en el coche y miró durante un instante la casa,

iluminada como un escenario, un teatro de tragedia. Las

luces del jardín se encargaban de dar al lugar un aspecto

de plató de cine. Era una noche cerrada y negra. El color

del coche se mimetizaba con ella.

Respiró profundamente varias veces, arrancó el motor y, sin encender los faros durante unos metros, se alejó.

Las luces rojas de posición del vehículo alejándose fueron el epílogo a tanta sangre. Un toque de humor negro a tanta barbarie.

Dobló la esquina del callejón y desapareció.

>>> continuar leyendo el primer capítulo de El aroma del crimen

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