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El féretro ya se encuentra en la capilla ardiente de Alicante.
Llegan los restos mortales de José Mari Manzanares a la capilla ardiente de Alicante

Llegan los restos mortales de José Mari Manzanares a la capilla ardiente de Alicante

Admiradores del torero se congergan a las puertas de la Plaza de Toros de Alicante para homenajear al maestro, cuya capilla estará abierta hoy hasta las 22.00 horas

JOSÉ LUIS BENLLOCH / r.a.

Miércoles, 29 de octubre 2014, 14:33

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La capilla ardiente de la Plaza de Toros de Alicante de José Mari Manzanares padre ha abierto sus puertas a las 13.00 horas después de la llegada de los restos mortales del maestro y su familia. Cientos de admiradores se congregan allí para darle el último adiós al torero.

El féretro del diestro estará en la plaza hasta las 22.00 horas de hoy y será enterrado mañana dentro de la más estricta intimidad, por expreso deseo de sus familiares, justo después de que se oficie una misa en su memoria en la Concatedral de San Nicolás.

En su finca de Cáceres murió ayer el maestro José María Manzanares, uno de los más grandes toreros del siglo XX. La noticia la confirmó a este medio su hijo José Mari, totalmente consternado desde el aeropuerto de México, donde acababa de aterrizar para cumplir sus compromisos taurinos en aquel país: «He abierto el teléfono y me he encontrado con la noticia. Me había llamado mi hermano Manuel, es tremendo. Anoche me despedí de él antes de tomar el avión. Estaba muy bien, habló con los niños, es un mazazo me vuelvo a España de inmediato», aseguraba su hijo José Mari desde el aeropuerto de México.

Nacido en Alicante en 1953, el maestro formó parte del hilo conductor de los grandes clásicos de la época, Ordóñez, Viti, Camino y Manzanares. Hijo de un banderillero de escaso relieve, Pepe Manzanares, que supo transmitirle una cuidada educación taurina, José María Manzanares emergió en los ruedos con la aureola de los grandes toreros cuando apenas era un quinceañero. Lo tenía todo, una hechura física proporcionada, gusto en los ademanes, elegancia en el ruedo, una gran técnica cuyas aristas disimulaba con sus golpes de inspiración, un carácter apasionado, con su pizca de bohemia que añadía interés a su figura pública y le acercaba a las grandes leyendas del romanticismo, y además era dueño de un valor, mucho más valor del que se le reconocía, que le permitió tutearse con una generación que por aquel entonces se resistía a abandonar los ruedos, la de los Camino, Palomo, Viti y Miguelín entre otros y competir bajo el cartel del torero de arte con otros de su generación de indómita bravura, como Paquirri, Dámaso o Niño de la Capea, con los que formó una promoción de gran nivel.

Clasicismo

Su toreo, fiel a las normas del más puro clasicismo, tuvo los ingredientes propios de la cultura mediterránea que tanto le marcaba a través de su Alicante natal y le añadía singularidad, era ese sabor a turrón que los aficionados le adjudicaban como elemento diferenciador. Luz mediterránea, claridad estética, simplificación en su geometría frente al barroquismo de los artistas andaluces y la eficacia de una técnica que apenas dejaba que se apreciase, no le gustaban las aristas, fue su aportación al arte de torear, los argumentos que le propiciaron un espacio propio entre los más grandes.

Su trayectoria fue tan larga como brillante, lo que corresponde a los grandes clásicos. Fue un becerrista al que todos equiparaban en cuanto le veían con un matador de toros dada su sabiduría y su saber estar en la plaza. Recorrió rápidamente España siendo un adolescente con el cartel de novillero prodigio, con gran repertorio capotero que ya matador de alternativa abandonó por exigencias del toro de su tiempo que no daba para tanto y los gustos de un público que valoraba fundamentalmente el toreo de muleta. De ese tiempo data su competencia con José Luis Galloso, su irrupción triunfal en Las Ventas de Madrid, sus leyendas urbanas que ponían en duda su espíritu de sacrificio que aunque pretendía aparentar que no le tocaban sí acusaba y trataba de responder en silencio, trabajando, hasta forjarse como uno de los toreros con más horas de entrenamiento y profesionalidad que se recuerdan. Se divertía como nadie y entrenaba como él solo era capaz de hacerlo, de tal manera que los trebejos de torear acabaron siendo desde muy pronto una continuidad de su propio cuerpo, obedientes a sus guiños y a sus leves insinuaciones. Un aleteo, un toque apenas imperceptible, un giro de muñeca, el acompañamiento de su cintura&hellip eran órdenes irrefutables para el toro, luego el pecho por delante añadía verdad, su relajo delataba valor&hellip Ese era Manzanares el Grande.

Luego vino la alternativa de manos de Luis Miguel Dominguín con el que ya esa primera tarde comenzaron a medir sus fuertes caracteres de torero a cuenta de un quite del recién llegado, bajo la atenta mirada de otro grande, El Viti. Fue el día de San Juan en Alicante de 1971, fecha que desde entonces hasta la actualidad, tuvo patente manzanarista. Todo seguido llegaron los años de plenitud, los tiempos de dudas, el peso de una crítica especialmente beligerante a la que el maestro nunca volvió la cara ni en la plaza ni en la calle, la dureza de Madrid donde mezcló desencuentros con tardes imborrables como la del toro Clarín de Manolo González, justo el día siguiente de la Corrida de la Prensa de Valencia de 1978 que aficionados y amigos nunca olvidarán. Lo suyo fue una reacción de torero de casta. Sus compañeros Capea y Dámaso habían salido en volandas con el banderillero Paco Honrubia, en una tarde cargada de pasiones y triunfos de los que no pudo participar el alicantino que tocado en el amor propio salió directamente hacía Madrid con aquel sinsabor corroyéndole sus entrañas de torero.

No tuvo que esperar mucho, el día siguiente alternaba con Capea en pleno San Isidro, así que apenas tuvo ocasión se echó el capote a la espalda para que se enterase el propio Capea y el mundo entero quién era Manzanares. Le cortó dos orejas al toro colorado del que años después sería su apoderado y amigo. Abrió la puerta grande, nos puso en paz con el arte a todos cuantos manzanaristas éramos en el mundo, que por aquel entonces como suele ocurrir en la plenitud de los toreros, eran menos de los que pasados los años se subieron a su carro triunfal. A partir de aquella tarde sorprendentemente se abrió un paréntesis con el amor de Las Ventas y llegaron las broncas y la intolerancia. Y como siempre se dijo que los amores reñidos eran los mejores, pasados los años protagonizó otro reencuentro fabuloso, otra vez con un toro de Manolo González, también colorado, este de nombre Corresoles, también cortó las dos orejas y también salió por la puerta que da a la calle Alcalá.

En ese tiempo se forjó el romance con su Sevilla, 'Merecería ser sevillano' clamaban desde su chauvinismo los aficionados hispalenses y de entre todas las tardes en el coso maestrante, queda en el recuerdo la faena al toro Perezoso de Torrestrella el año 1985, que inspiró las bulerías de su amigo 'El Turronero': 'Ole tu mare, ole tu mare, que despacito torea José Mari Manzanares/Ole tu mare, ole tu mare&hellip'. Y queda la despedida por la Puerta del Príncipe que se le había resistido y acabaron descerrajando los propios toreros el día de su adiós definitivo para sacarle en volandas como resumen de un amor imperecedero. Entre decenas y decenas de faenas memorables queda en el recuerdo el toro de Rojas en Málaga, el victorino de Logroño, el de Gavira en Belmonte porque la inspiración llega cuando llega y no solo de capitales vive el toreo y ese día coincidieron el espíritu y santo y la inspiración del maestro en esa ciudad conquense, donde le había anunciado su amigo Canorea. «Si quiere usted que vaya, don Diodoro, allí estaré», le dijo ,y vaya si estuvo. Y remato este listado de urgencia y síntesis con las dos célebres tardes de Ronda en las que indultó a Peleón y a Poleo, dos toros de Guardiola, que se ganaron junto al maestro un lugar en el olimpo de la bravura.

Tardes de gloria

Y para que todas las tardes de gloria no queden lejos de sus devociones personales, tengo que rescatar el rabo que le cortó a un torrestrella en las Fallas del 78; la tarde de las cuatro orejas a los míticos cuadris en la Feria de Julio de 1979 en competencia directa con su amigo Julio Robles; la tarde de los miuras con El Soro y Campuzano en la Feria de Julio de 1983, que le supuso un empujón definitivo para sacarle de un bache artístico que se alargaba en exceso; me acuerdo igualmente de aquella sinrazón de los tortazos con el Soro por quítame allá un quite de más o de menos; de aquel San José del 96, con Ponce y Barrera con triple salida en hombros, en total si las cuentas no fallan 65 paseíllos en una plaza que siempre le tuvo como propio.

Y si no he mentado a Alicante hasta ahora es porque aparte de la gloriosa alternativa de manos de aquel Luis Miguel vestido de rosa picasiano y oro, son incontables las tardes de rosas y triunfo. De todas ellas me quedo con las de aquellos veranos en competencia con su paisano Luis Francisco Esplá, con el que mantenía un desigual pulso. Era la representación del bipartidismo ideológico, en este caso también artístico, al que tan dados somos los españoles. Aquellas banderías lograron llenar la plaza alicantina en las calendas agosteñas.

Una de aquellas tardes, el maestro Manzanares, el del toreo con sabor a turrón, rebelado con la tauromaquia adornada de Esplá que los antimanzanaristas tanto valoraban, se acostó frente al toro cual hiciese Fabrilo en su tiempo. «Y esto es antiguo o no es antiguo», dijo dirigiéndose a los tendidos que para entonces estaban abiertamente divididos. Cosas de torero, mejor cosas de Manzanares. Ahora se ha ido, demasiado pronto, siempre fue un adelantado.

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