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OPINIÓN

La ingenuidad va por barrios

«Guste o no, la realidad es demasiado cruda para disimularla: un elevado porcentaje de población aprende y ha aprendido el euskera por pura y dura obligación».

J. M. RUIZ SOROA

Martes, 6 de mayo 2008, 02:55

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EL DEBATE LINGÜÍSTICO

T odavía queda gente que no se ha enterado de que Franco fue un enemigo declarado de las lenguas vernáculas y, entre ellas, del vascuence. Pero, por otro lado, también parecen existir entre nosotros personas que piensan que el desarrollo del conocimiento de este idioma en los últimos veinticinco años se ha debido a la voluntad entusiasta de la población. Que la matriculación masiva de los alumnos en modelos de enseñanza en euskera no ha tenido nada que ver con la obligación ni con la necesidad. Ni tampoco la reconversión de los profesores, pues ésta se habría producido por un espontáneo amor por la llamada «lengua propia». Que sólo últimamente han empezado a producirse esporádicas protestas ante la obligación de estudiar en vascuence. Que antes todo habría sido paz y armonía. Uno se pregunta dónde han estado estas ingenuas personas para no enterarse de la realidad; y se responde que seguramente estaban en el mismo lugar que aquellas que no veían lo de Franco: estaban mirando para otro lado, es decir, mirando a favor de los vientos del poder.

Guste o no, la realidad es demasiado cruda para disimularla: un elevado porcentaje de población aprende y ha aprendido el euskera por pura y dura obligación. Obligación indirecta, desde luego, pero efectiva y concreta como pocas, dado que se ha instituido a través de los poderosos mecanismos del mercado laboral, cerrándolo en sus sectores más apetecibles para todo aquel que no acreditase el conocimiento de la lengua. Difundiendo entre la ciudadanía el mensaje sutil pero claro de que sin el conocimiento del vascuence sus hijos no podrían competir por el acceso a los mejores puestos de trabajo. Ni quizás a los peores. Convenciendo al profesorado de que, o se reciclaba lingüísticamente, o perdería su plaza y pasaría a desempeñar tareas de asistente de comedor. Valorando la lengua vernácula en las oposiciones por encima de los méritos profesionales ¡Para qué seguir! Tales han sido los medios utilizados para suscitar el entusiasmo de la población, desengáñense los ingenuos.

Por otro lado, a nadie se le oculta que no podía haber sido de otra manera. Siempre que pueden optar, la inmensa mayoría de las personas no aprenden un idioma distinto sino por una finalidad muy concreta: porque les aporta mayor capacidad de comunicación con más gente. La inmensa mayoría no aprendería espontáneamente un idioma como el euskera, sencillamente porque no aumenta su potencial comunicativo ¿Para que tener dos idiomas en una comunidad social en que todos tenemos ya el mismo? ¿Para hacer ahora en dos idiomas lo que antes ya hacíamos en uno? Extraño capricho. Sólo un pequeño sector de población, aquel para el cual el idioma tiene un valor simbólico o expresivo, lo aprendería esforzadamente aún nadando contra corriente.

Lo asombroso del caso no son los medios que se han utilizado para conseguir el espectacular incremento del euskera, dado que éstos sólo podían ser la coacción indirecta y la mezcla de palo y zanahoria. Lo asombroso es que tales medios hayan tenido y sigan teniendo pleno soporte legal y constitucional y, por ello, sean inobjetables desde un punto de vista estrictamente jurídico. Lo asombroso es que hayamos montado en España un sistema normativo que permite a las autoridades de turno organizar gigantescos experimentos de reconversión lingüística de enteras masas de población nada menos que a finales del siglo XX. Con la ley en la mano. Esto sí que es asombroso.

Desde el momento en que el art. 3º de la Constitución estableció que las lenguas de España distintas del castellano serían oficiales en cada Comunidad de acuerdo con su Estatuto, desde ese mismo momento, quedó abierto el experimento al que luego hemos asistido. Porque una vez que el euskera (pongan catalán, gallego, o bable según corresponda) se declara lengua oficial, sucede que los ciudadanos que lo hablan tienen derecho a dirigirse a la Administración en esa lengua; y a exigir que la Administración les hable en ella. Para lo cual los funcionarios deben conocerla, luego hay que exigirla como condición o mérito para el empleo. Vayan ustedes estirando del hilo de las consecuencias y llegarán a una conclusión bastante obvia: en el momento en que una lengua minoritaria se declara oficial con el mismo rango que la común, se está poniendo la primera piedra de la obligación de que a la larga todos los ciudadanos la aprendan y conozcan. Es así de inevitable.

¿Y qué se podía haber hecho, según usted? ¿Es que los euskaldunes no tienen los mismos derechos lingüísticos que los castellanohablantes? ¿Es que vamos a discriminar entre lenguas en el plano legal? Pues sí, exactamente es lo que pienso que se debería haber hecho si se hubiera atendido a la realidad sociolingüística del país, en lugar de a la voluntad nacionalista de construir la nación soñada. Tratar desigualmente a los desiguales no es discriminación, sino justicia, lo dijo ya Aristóteles. Y tanto en España como en Euskadi se ha ignorado a la hora de definir la política lingüística el dato de hecho más relevante al efecto: que todos, absolutamente todos, poseíamos ya una lengua común. Es por eso, ante todo y sobre todo, por lo que la cuestión arranca de una defectuosa conceptualización de la realidad sociolingüística vasca (o española). En efecto, se ha descrito a esta sociedad como una en que existían dos lenguas y dos clases de hablantes, los euskaldunes y los castellanoparlantes. Con lo que parecía obligado, por mor de igualdad, concederles los mismos derechos y el mismo estatus legal. Pero esta era una mala definición y peor clasificación, porque ignoraba algo trascendental: que la lengua castellana era común a todos los vascos, que todos la dominan. De manera que la forma correcta de clasificar a la sociedad era la de monolingües y bilingües, pues ese es el divisor de los ciudadanos: todos hablan castellano y algunos, además, hablan euskera.

En una sociedad así, los derechos lingüísticos no pueden por definición ser los mismos para los monolingües y los bilingües. El valor esencial de la lengua como instrumento de comunicación está garantizado para todos por la común. Todos tienen las mismas opciones de acceso a los servicios y oportunidades vitales. El valor expresivo que la otra lengua tiene para algunos (los que no desean «cambiar» su habla de una a otra cuando sea necesario) es legítimo y atendible, pero nunca puede estar al mismo nivel que el derecho de los otros a no invertir tiempo, esfuerzo y oportunidades en aprenderla. Un valor simbólico para unos no puede llegar a justificar una carga tan real y pesada para otros. Conclusión: que habrían de hacerse todos los esfuerzos que demande la sociedad para conservar el euskera … salvo el de imponerlo a quienes no desean conocerlo y usarlo. ¡Es que entonces casi nadie lo estudiaría!, dirán muchos con indignación. Pues sí, precisamente.

Reconozco de buen grado que mis ideas pueden resultar ofensivas, descarnadas e incluso injuriosas para muchos. Hasta tal punto el pensamiento hegemónico nacionalista se ha adueñado del imaginario colectivo que ya casi nadie es capaz de asombrarse ante hechos tan pasmosos como el de que la lengua que todos hablamos, la que nos permite entendernos a los vascos entre nosotros mismos, la lengua común universal para todos los conciudadanos, sea considerada como una «lengua ajena». Y que la vernácula, que sólo una minoría conoce, sea nuestra «lengua propia». Tiempos vendrán en que los estudiosos se maravillarán ante tan insólito caso de hipnosis colectiva de toda una sociedad. Mientras tanto, y siempre con la ley en la mano, proseguirá la política lingüística asimilacionista. Como ya ha sucedido en Cataluña, la lengua vernácula mejorará de estatus y de «cooficial» pasará a ser «la de uso preferente». Es predecible, por lo menos mientras dure el experimento. Pero, por favor, un poco de caridad: que se nos ahorre la ingenuidad impostada de algunos cuando fingen creer en el entusiasmo de las masas.

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