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OPINIÓN

Alquimia para un acuerdo (y II)

«Los diálogos no avanzan o se rompen cuando los interlocutores son incapaces de establecer a qué están dispuestos a renunciar, si sólo juegan a los máximos».

DANIEL INNERARITY PROFESOR DE FILOSOFÍA EN LAS UNIVERSIDADES DE ZARAGOZA Y DE LA SORBONA

Martes, 11 de marzo 2008, 01:47

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Todo proceso de conversaciones tiene la magia de un momento inaugural, que dispara el apetito, instaura una dinámica de puja e incluso de histeria. Tampoco es muy grave si los responsables de llevarlo a buen puerto son capaces, sin dejar de ser exigentes en la negociación, de no abandonar el ámbito de lo verosímil y medir bien las expectativas que pueden suscitarse. Quien plantea exigencias que sabe que se van a truncar se pone en manos de una marea de frustración muy difícil de controlar. Cuando hay dos interlocutores similares lo más peligroso, como enseña la teoría de juegos, es aquello que consiste en ver quién frena más tarde cuando dos coches van a toda velocidad hacia el abismo (el llamado juego del gallina que protagonizaba James Dean en la película Rebelde sin causa). Yo recomendaría a los negociadores que jugaran a otras cosas: que compitieran, por ejemplo, a ver quién es capaz de generar más y mejores acuerdos, quién es más imaginativo a la hora de conciliar lo que parece incompatible. En el juego del diálogo político no siempre es lo más inteligente maximizar las reivindicaciones; suele ser más productivo formular las propias aspiraciones con toda la ambición posible pero sin sobrepasar el punto a partir del cual se convierten en algo inaceptable por los interlocutores. Conviene saber que en toda negociación suele llegar un momento en el que los adversarios menos extremos se ponen de acuerdo a costa del resto.

Evidentemente esto exige un cambio en el estilo de liderazgo. Todos sabemos que para un líder político es más fácil gestionar la exaltación que la frustración. Una cosa es el liderazgo requerido en momentos de fuerte antagonismo, que se reduce a articular la resistencia contra lo que es percibido como amenaza exterior, y otra el liderazgo para solucionar el conflicto, cuando la decisión de buscar un compromiso siempre supone un paso hacia lo desconocido, fuera de los lugares comunes o los rituales aprendidos. Para estos nuevos escenarios lo que hace falta es un liderazgo basado en la cooperación y en un futuro compartido.

El principal problema que tenemos a este respecto es que llevamos demasiado tiempo gestionando el conflicto y tal vez no hayamos desarrollado las disposiciones de liderazgo que se requieren para solucionarlo. Una de las cosas más improductivas de estos ritos del desacuerdo es que agudizan, en el seno de las organizaciones políticas, el dualismo entre duros y blandos, intransigentes y posibilistas, los guardianes de las esencias y los claudicadores. Hablando del conflicto irlandés, Hugo Miall se refería al peligro de que los líderes sean «metropolizados» y dejen atrás a unos seguidores resentidos. Se trata de un reparto del territorio ideológico que dificulta enormemente los acuerdos políticos o, cuando éstos se producen, generan mala conciencia, rupturas en el seno de los negociadores y decepción generalizada. El politólogo holandés Arend Lijphart decía que los líderes necesitan ser capaces de mantener el apoyo y la lealtad de sus seguidores e irles llevando hacia el compromiso. Liphart explica que con la palabra «seguidores» no se refiere primeramente «al público en general, que tiende a ser más bien pasivo y en todas partes casi apolítico, y que por tanto no representa un gran peligro para la acomodación de las elites, sino más bien al grupo de medio nivel que puede ser descrito como la sub-elite de activistas políticos». Lo que podríamos traducir aquí como: las bases de los partidos, determinados agentes sociales y los dirigentes de los partidos pequeños que se han hecho un hueco en la confrontación pero ven amenazado su protagonismo en un horizonte de acuerdo.

La síntesis entre los dos tipos de liderazgo es difícil. Lo fácil es optar por una de las dos posibilidades: el prestigio externo o la aclamación interior. En las decisiones que habitualmente tienen que tomar los partidos políticos ese drama se traduce en una ley que es prácticamente inexorable: lo que favorece la coherencia en el seno de las organizaciones suele impedir el crecimiento hacia fuera; en la radicalidad todos -es decir, más bien pocos- se mantienen unidos, mientras que las políticas flexibles permiten recabar mayores adhesiones aunque la unidad está menos garantizada. Lo primero sale bien siempre y se asegura el corto plazo, aunque termina siendo desastroso; lo segundo resulta más arriesgado, sale bien a veces, pero entonces proporciona unos resultados extraordinarios.

Un diálogo en busca del acuerdo sólo es posible si hay confianza y la confianza únicamente se produce mediante la autolimitación y el compromiso de una evaluación compartida sobre el desarrollo de lo acordado. Los diálogos no avanzan o se rompen cuando los interlocutores son incapaces de establecer a qué están dispuestos a renunciar, si sólo juegan a los máximos. La autolimitación verosímil genera en los demás la confianza necesaria para encaminarse hacia el acuerdo. El binomio «no imponer-no impedir» (Josu Jon Imaz) o el de «capacidad de decidir-obligación de pactar» (Elkarri), podrían generar un espacio inicial de confianza. Un derecho está limitado por una obligación y esta obligación tiene sentido en el marco de aquel derecho. Formulaciones de este estilo tienen además la virtud de romper el aislamiento de los interlocutores e interiorizar el punto de vista del otro. Con las ideas de «no imponer» y «obligarse a pactar» los nacionalistas interiorizan la decisión de los otros en la formación de la propia voluntad, pero no de cualquier manera, como imposición, subordinación o «cepillado». Porque al mismo tiempo los no nacionalistas se comprometen a reconocer que las decisiones de los vascos deben ser respetadas e incorporadas al ordenamiento jurídico mediante un proceso de pacto, es decir, algo que no es subordinación o imposición. Pero esto tampoco se reconoce a cualquier precio, sin condiciones, sino bajo el supuesto de que el acuerdo en Euskadi será amplio y que su tramitación en las Cortes no es tampoco una modificación unilateral sino un verdadero pacto.

Éste es el círculo virtuoso de los diálogos políticos, que sólo son fructíferos si se ha abandonado la pretensión de imponer. Esto no es claudicación o desarme unilateral sino ejercicio de inteligencia política, porque la complejidad de este país hace que a quien le favorecería un acuerdo meramente mayoritario en un territorio le conviene que en otro sea más exigente la mayoría requerida, que quien puede ejercer aquí un veto lo puede padecer allí. Esto que parece una limitación del nacionalismo vasco, en el fondo, es su única posibilidad de avanzar simultáneamente en la línea de la territorialidad y en la profundización del autogobierno, pero también beneficia a los no nacionalistas, que así podrían ver el derecho a decidir como algo que generalmente les beneficia y que remite al respaldo efectivo de la ciudadanía. El método sería similar para todos: renunciar a la imposición en aquella dimensión en que nos es posible para que no nos la apliquen en el ámbito en el que no nos resulta deseable. Bastaría con que sacáramos las conclusiones de esa doble limitación para configurar un verdadero espacio de encuentro en el seno de la sociedad vasca y de ésta con el Estado español.

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